No hay texto definitivo. Lo saben algunos escritores que retocan y corrigen hasta que su editor les arranca el original de las manos y corre hacia la imprenta para evitar que sigan cambiando detalles solo perceptibles para ellos, que han decidido comportarse como estilistas obsesivos o talentosos. Pero no es la común experiencia cuando se escribe para los medios, que tienen una fecha y hora de cierre: es decir, cuando lo que se haya escrito toma el carácter de irreversible, porque ha pasado a manos del editor periodístico cuya forma natural o adquirida del tiempo es la velocidad y la puntualidad. La ley del editor es que se respeten los plazos y las medidas. Si una nota va a ocupar media página no puede tener mucho más que cuatro mil espacios.
Quienes escribimos en los medios tenemos una sensación de la medida que viene junto con los temas. Con experiencia, ya no necesitamos calcular contando los caracteres y los blancos, porque confiamos que, terminado el borrador, estamos seguros de que podremos ajustar la nota al número de espacios requeridos. Nacida no del talento sino de la costumbre, esa certeza nos indica cuándo un tema alcanza para una longitud o para otra; cuándo puede escribirse solo un comentario que hay que integrar en otra parte o cuándo un comentario alcanza como para convertirse en una nota más extensa. Calibrar estos límites es una capacidad adquirida por lo que se llama “oficio”. Errar en la longitud de la nota puede convertir un par de datos o una noticia interesante en una parrafada que pierde atractivo porque su extensión conspira contra su efecto.
¿Cómo darle más crédito a un gobierno que no logra aprobar su Presupuesto?
Roberto Arlt, tan gran escritor como periodista, le atribuyó a la longitud justa el efecto de un cross a la mandíbula. Por supuesto, no empiecen a criticar a Arlt: le gustaba el boxeo y tenía el derecho a inventar comparaciones que no incluyen, por lo menos en aquella época, a protagonistas mujeres. Arlt no podía darse el lujo de perder lectores por el camino. Hubiera sido una coquetería que Botana, el fundador de Crítica, no hubiera aprobado ni siquiera para las estrellas que empleaba en su diario.
Tomando nota. Cosas de esta índole me andaban por la cabeza cuando el viernes 17 a la mañana, con un cuadernito en las rodillas, tomaba nota de los enfrentamientos que se sucedían en la Cámara de Diputados, movida por la idea de transcribirlos textualmente en una nota para el día siguiente. Afortunadamente concluyeron los gritos hasta la próxima sesión.
Liberada de esos gritos, revisé los apuntes tomados durante esas cuatro horas de trabajo. El desenlace seguramente ya lo conocen los lectores, de modo que no recurriré al suspenso: en la sesión del viernes la Cámara de Diputados rechazó el Presupuesto presentado por el Poder Ejecutivo. La sesión duró 21 horas. La votación, a media mañana, primero decidió que el Presupuesto no pasara a comisión (la instancia, donde un número más reducido de representantes vuelve a discutir el tema), y luego directamente rechazó su aprobación por 132 votos a 121.
El Gobierno está urgido por los plazos. También le interesaba que la Cámara de Diputados pusiera al aire libre su debilidad parlamentaria. La urgencia del Gobierno no tiene razones puramente locales. Más bien al contrario, se relaciona con su necesidad de demostrarle al FMI que tenía poder para obtener la aceptación de un presupuesto y que, después de convertido en ley, se le permita ejecutarlo. Ahora debió prorrogar el presupuesto que termina el 31 de diciembre de este año, lo que demostraría no fortaleza sino debilidad política. ¿Cómo darle más crédito a un gobierno que no lo tiene para que aprueben su presupuesto?
Mario Negri, radical cambiemita, dijo que el presupuesto de Fernández era “una ficción y un dibujo”, en el que no creían ni sus autores. Lo llamó un “cuento presupuestario”, que no puede arreglarse en un cuarto intermedio. Cristian Ritondo, amigo de María Eugenia Vidal y sólido crítico antikirchnerista, hizo sonar el recuerdo del pasado y el resentimiento que también atravesaron la discusión. Recordó su presidencia del bloque del PRO en la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires: “A nosotros nunca nos votaron un presupuesto”. Se escucharon algunas ideas, pero quizá sonaron más fuertes frases como la de Ritondo, que evocan la conocida imagen de hacerle beber al otro del cáliz de la venganza.
Pero el Poder Ejecutivo empleó un instrumento en sus manos que todos critican hasta que se ven en la necesidad de usarlo: el DNU, que puede prolongar la vigencia que el actual presupuesto pierde el 31 de diciembre. Mientras se prolonga esa frágil sobrevida, Alberto Fernández podría examinar los reclamos de la oposición. Puede inclinarse hacia un diálogo, palabra que se menciona hasta el aburrimiento y se lleva poco a la práctica. Puede, hablando en claro, negociar esos recamos, lo que implica ensayar una política que no se decida a los gritos.
La belicosidad de Máximo K no debe dejar tranquilos a los interlocutores internacionales
A las dos de la tarde del mismo viernes, cuando se había consumado el desacuerdo, el ministro Martín Guzmán hizo saber su opinión, indispensable ya que se trata de la economía. Publicó en Twitter que lo sucedido y lo finalmente resuelto afecta nuestra relación con el FMI. No es una novedad, pero la advertencia, a esta altura de la crisis, mete miedo. Por eso, Guzmán pedía, discretamente, que la aprobación del presupuesto fuera una señal de que la negociación era posible con países tan ruidosos como la Argentina. Y tan incumplidores.
Pero lo posible tiene muchas formas. La belicosidad de Máximo Kirchner no debe dejar muy tranquilos a los futuros interlocutores internacionales si toman en cuenta que es el heredero de la dinastía K. Y le da razón a Ritondo cuando dijo que este gobierno ni dialogó ni construyó consenso. Como Negri, parece convencido, real y textualmente, de que está en peligro la Nación.
Días u horas antes de esta batalla campal, se difundió que Alberto Fernández no aportaría su presencia ayer sábado en la ceremonia de asunción de Máximo a la presidencia del PJ de la provincia de Buenos Aires. Fernández debe pensar: bastante tengo con la madre, para tener que correr ahora atrás del hijo. Olvida que ese hijo es un heredero. Olvida que Néstor construyó un linaje. Al final, fue.
En este caos, Fernández huye para adelante. Hablaremos del tema nuevamente porque Fernández repite un gesto de Raúl Alfonsín. Se quiere ir con la Capital Federal a otra parte, lejos de Juncal y Uruguay.