Es grave y afecta al conjunto de la sociedad cuando un referente que basa su fama en la pantalla de la televisión enhebra un collar de improperios, insultos y críticas feroces sin reparar en la virulencia de sus dichos. Es grave, sí, pero tal gravedad queda parcialmente justificada por la propia celebridad superficial del o la protagonista: cuando la procedencia de quien opina no está fundada en el periodismo bien entendido, debería quedar claro para el público que está ante un show y no ante un espacio de alguien que ejerce este oficio.
Creo imperdonable que esos recursos de comunicación, agresivos sin bozal, sean empleados por periodistas. Tengo razones de peso para ello, y no es la primera vez que lo digo. Citaré algunos tramos de una columna que publiqué hace casi cuatro años (18 de agosto de 2018) porque allí me refería a una situación tan inquietante como la actual. Reclamaba, entonces, mayor responsabilidad de los periodistas en “la búsqueda de verdades por encima de los maquillajes, de gestiones judiciales que podrán concluir en prisiones o absoluciones, de la confesión ya multitudinaria sobre acciones delictivas (sea por iniciativa, por ambición, por malicia o extorsión). Y para arribar a esas verdades y que ellas lleguen al conjunto a la sociedad (en el caso de PERFIL, a sus lectores), periodistas y medios estamos obligados a una rigurosidad informativa que obliga a redoblar esfuerzos en busca de fuentes confiables, a desconfiar de fuentes interesadas o contaminadas por técnicas de espionaje bien conocidas, a chequear cada dato con minuciosa, escéptica y aséptica precisión”.
Confesaba entonces que observaba con alarma “que el vértigo informativo en torno a tan sensible tema parece habilitar el empleo de datos que –si bien aparecen como ciertos, válidos, incontrastables– carecen de identificación de origen. La credibilidad se pone en juego cuando resulta imposible (o casi) revelar las fuentes, pero este vértigo del que hablaba afecta la credibilidad de los elementos aportados. Quienes están investigando este escándalo desde el periodismo –sea de la vereda que sea– deberían asumir un mayor compromiso con sus destinatarios y brindar, al menos en parte, tal vez solo con la sugerencia o la aproximación, indicios de que lo que se escribe y dice no responde a maniobras u operaciones de prensa (judiciales o políticas) sino a la seria administración de las informaciones obtenidas. Parece obvio que lo que viene trascendiendo en Comodoro Py cada vez que un empresario, ex funcionario, político o mandadero aporta nueva información se ve confirmado por acciones consecuentes, pero esto no basta para eliminar del todo un velo de desconfianza en la opinión pública. Seguramente por ello es que han reverdecido –se diría que con mayor crudeza y virulencia– los espacios en medios y en redes sociales que relativizan todo, que ponen todo en duda, que niegan a ojos cerrados y traducen lo jurídico en político, sin pasos intermedios”.
Y concluía: “Sería, por lo tanto, de buen ejercicio de la profesión periodística indicar, al menos en parte de lo que se publica, cómo llegó la información, de quién o quiénes, cuál dato responde a un riguroso off the record y cuál a una especulación del medio o del periodista. No es sencillo el procedimiento porque son muchos los actores que intervienen en esta historia, buena parte de ellos muy poderosos y bien asesorados por abogados y expertos en comunicación”.
A veces, volver sobre conceptos ya expuestos una y otra vez produce cierto agobio. Sin embargo, nada mejor que ratificar lo dicho para hacer más sólido el mensaje que el ombudsman pretende transmitir a los lectores de este diario.