Tal vez exista una alternativa a la mera, y fugaz, indignación. Tiene que haber una manera de admitir la ira, pero sin que las efusiones del odio terminen envenenando a quien reacciona con más que justificada molestia. Sucede que delante de los ojos de los argentinos va rotando, de día y de noche, un caleidoscopio que revela toda la desfachatez, impunidad y prepotencia de quienes exhiben sus privilegios y grotescas preferencias ante una sociedad cruzada por precariedades e injusticias.
El Mundial de Brasil ofreció una nueva oportunidad de ejercer ese exhibicionismo soez que consiste en acentuar unos lujos y desigualdades que, paradójicamente, son aceptados como naturales por una platea que –tal vez– envidie a esas celebridades, pero jamás cuestionaría la catadura cloacal de sus gustos y aspiraciones. Los partidos de la Argentina en Brasil 2014 se convirtieron en la vidriera obligatoria para que empresarios, políticos oficialistas y opositores, periodistas, “panelistas”, modelos y “conductores” se desplazaran masivamente a fin de estar y ser vistos. Esa es la misión principal: si no saben que estuve, no existo. Impresiona que no adviertan la fricción hiriente entre realidades humanas y sociales que no se ensamblan. No se trata de ricos que pretenden opacar su fama mediante dispositivos de mesura o, al menos, desplazamientos hacia el costado. No, todo lo contrario. Famosos conductores de TV, por ejemplo, viajan en avión privado a ver el partido, se llevan a toda su familia, amigos y favorecedores, y además se matan por mostrar que todos se alojan en un divino cinco estrellas de Río. Si hay opulencia, que se vea y se conozca. Pero no es el único, ni tal vez el más significativo de los casos. La fauna de las celebridades mediáticas del módico circo argentino padece de una voracidad insaciable por exhibir hasta sus miserias más despreciables. Adicciones denunciadas como actos criminales, hijos no debidamente reconocidos, descalificaciones atroces descerrajando todo tipo de estereotipos, el muestrario de la TV, la radio y las revistas no cesa de disparar proyectiles de estiércol.
Hay una pérdida poderosa de esencialidad, una inversión de los sentidos, al menos de aquellos que durante largos años fueron asumidos como baluartes éticos poderosos e irrenunciables. Ese circo mediático opera desde un cinismo desaforado. Del mismo modo que resulta no sólo aceptable, sino hasta obligatorio, mostrar pertenencias terrenales y enrostrar suntuosidades, también se ha legitimado el uso más desaprensivo de intrincadas intimidades familiares. Reina un regocijado y ruidoso festejo con lo bien que le va a cada participante de esta feria de la alegría, pero también un funesto relativismo moral para acudir a cualquier herramienta que produzca notoriedad. Los hijos, por ejemplo, sean o no reconocidos, sean biológicos o adoptados. La técnica del pixelado para protegerlos (supuestamente) es inmunda: ¿por qué, en vez de hacerlos pixelar, no protegen de manera amorosa su privacidad? Reclamo ingenuo y hasta arcaico el mío: se trata de hacerse ver, y no hay precios que no se paguen para que empresa tan deleznable se lleve a cabo.
Pero no hay posibilidad de que esta montaña rusa de indignidades funcione aceitadamente sin el involucramiento deliberado e intenso de los propios medios convencionales, que han resuelto nutrirse de esta escatología. Es una decisión editorial, inconfundible e innegable. El mundo del teatro, del cine, de la música, ha sido arrinconado, tolerado como evocación melancólica de tiempos menos salvajes. Los “cruces” de gentes desagradables que intercambian las atrocidades más crudas son lo que priorizan gran parte de los medios, que han asumido que la cuestión de los valores es una pieza de museo inservible y hasta despreciable. Podrían funcionar de otra manera, desvincularse de esa mugre cotidiana, al menos ignorarla, para no darle visibilidad. Pero cuando el énfasis de esos medios sigue invariablemente atornillado a los supuestos “escándalos” de los que viven, es porque algo muy serio y profundo se ha descompuesto en la sociedad. ¿Crisis de creatividad? ¿Mero producto de la ignorancia iletrada que se instaló como referente central en la televisión y en la radio de mayor impacto? No lo veo así; en todo caso es apenas una parte de la foto.
Sin avalar miradas conspirativas que pretendan atribuir este penoso escenario de mediocridad y exhibicionismo a una conjura, me consta que mucho de lo aquí descripto es obra de seres humanos de carne y hueso, cuyas limitaciones intelectuales y renunciamientos morales los convierten en ejecutores voluntarios de estas tristezas. Queda, para sociólogos tal vez, la desconcertante pregunta por las razones de la deliberada decisión de los poderosos de seguir mostrándose en sus antojos más groseros, tal vez convencidos de que una impenetrable costra de impunidad los defiende de todo.
¿Caminan acaso por esos senderos de negación para no confrontar una indigencia, que ya no es “marginalidad”, y de esa manera no verle la cara a la miseria de millones? Cuando se hacen fotografiar zambulléndose en playas deliciosas a poco de bajar de sus jets privados, ¿se les ocurre pensar que esos actos de grosería son un veneno explícito a los ojos de muchedumbres arrumbadas? ¿Por qué lo hacen? ¿Y por qué son celebrados por seguidores y fans que parecieran deleitarse con la fiesta permanente de esos pocos? ¿Será que tal vez esos alegres y juguetones viajeros de la prosperidad imaginan que alardeando de su actual fortuna les será más sencillo seguir viviéndola a ojos de una gruesa mayoría que jamás podría acercarse a estas bacanales? Como consigna Javier Marías, “los ricos siempre quisieron serlo más, pero no precisaron que el resto fuera muy pobre, ni desde luego aspiraron a ser venerados por éste” (“Como antes de la Revolución Francesa”, El País Semanal, mayo 18, 2014). No pasa aquí: los argentinos nos la bancamos y la fiesta continúa.