Una elección política debiera ser entre personas con un pasado decente que resiste el archivo y algún mérito público destacado. Si la opción es, por ejemplo, María Lujan Rey, la madre de una de las víctimas de la tragedia de Once que logró junto con otros familiares la condena en juicio de los culpables o probados delincuentes como Julio de Vido, nadie tendría dudas. El voto se complica cuando se desconocen los nombres, los favores que deben y a quién responden los candidatos en las listas sábanas. Militantes de La Cámpora o personajes que aparecen como resultado de negociar con la Iglesia, el Opus Dei y los pastores evangelistas.
El peso de la maquinaria electoral funciona como una formidable apisonadora de imágenes. Da igual un fascista temible como Santiago Cúneo, el de la foto con Máximo Kirchner, que un dirigente comunitario como Toty Flores. Nada importa más que demoler todo lo que pueda oponerse. Las bocas babean el exceso de saliva en la arenga. Despuntan los colmillos entre los labios de quienes quieren morder algo de los millones en juego. Aprietan los dientes los que no están dispuestos a soltar nada del pedazo que lograron desgarrar.
El martillo neumático de los mensajes viralizados reabre las grietas en el asfalto de ciudades y pueblos, echa agua refrigerada sobre el núcleo del debate, lo sella con acusaciones y reproches para que ninguna idea radiactiva circule, se instale y queme en las entrañas como promesa ardiente de algo mejor en el futuro. Al final del día, de la tele, calladas las voces que piden socorro y las que gritan su desesperación, la cinta del electro emocional tira una línea continua. Agotados, rendidos, caemos, finitos, lisos, estampados contra el colchón como dibujitos desanimados.
Laburantes, panelistas, trayectorias, profesionales, corruptos, mafiosos, historias, fotos, recuerdos, dedos índices que acusan, dedos mayores alzados, lenguas inflamadas, Massas, Pichettos, caca de perro Valdés, triples crímenes de Aníbal Fernández, Nisman, Sergio Berni, empresarios encuadernados, servicios de inteligencia de la dictadura, Gerardo Martínez, patotas de Guillermo Moreno, matones de Moyanos se revuelven en el lodo que predijo Discépolo hace casi cien años. Todos manoseados, como si fuéramos lo mismo.
Poco a poco, pasada esa noche electoral sin otro sueño que el de amanecer, nos iremos despegando del chicle, recortando de lo que fue para esperar lo que será.
Una mano primero, luego el resto del brazo, un ojo abierto, el otro, con el esfuerzo que requiere levantarse, alzar la cabeza, el torso, como para quedar casi sentados en la cama, en el bondi. Será noviembre ya, diciembre, 2020. ¿Estamos a tiempo todavía? ¿De qué? ¿Nuestro voto decide? ¿Elegir es decidir? Al menos, podrían acordar dejar de lado a los eternos vividores del Estado que se acomodan con quien haga falta, caso Pino Solanas, Felipe Solá, Eduardo Amadeo, De Mendiguren, Scioli, Filmus, Massa, por citar solo a algunos
Hay algo de clivaje en la selección de candidatos, de zaranda, de colador. Si pasamos por el tamiz a cada uno, según sus prontuarios, declaraciones contradictorias, delitos cometidos o relaciones incestuosas, somos también algo de eso que queda. El peine fino saca broncas, resentimientos, prejuicios, irrita la memoria por la cantidad de vidas sin vivir que matan los muertos que nunca terminan de morir.
Formateados como estamos en el “yo no, pero vos tampoco”, todo lo que en este momento ansía y desea la mitad de nosotros es que la otra mitad sea derrotada y humillada y ofendida y burlada y “memeada” días y días en las redes sociales, por lo menos hasta que se escuche nuevamente a la distancia ronronear el motor de la máquina aplanadora. Si rebuscamos bien, sinceramente, en la historia personal que nos toca, deberíamos aceptarnos también como partes responsables de la frustración que nos contiene.
Pica, duele, hiere ese pasado, pero qué placer da rascarse hasta sangrar. ¡Ah!, ¡qué goce, qué bien sabe, qué bien se siente!, ¡qué polvo por favor, cuánto amamos odiar!
*Periodista.