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Antes de la noche

Les arrancan mampostería a las tribunas y arrojan los fragmentos contra los uniformados. Los enfrentan, desaforados y temerarios: no se amedrentarán por los balazos ni por los gases. Sus caras, arrasadas de furia y desdén, desmienten para siempre la ilusa pretensión del buen salvaje.

Pepe150
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Les arrancan mampostería a las tribunas y arrojan los fragmentos contra los uniformados.
Los enfrentan, desaforados y temerarios: no se amedrentarán por los balazos ni por los gases. Sus caras, arrasadas de furia y desdén, desmienten para siempre la ilusa pretensión del buen salvaje.
Pertenecen a la misma progenie de los mutantes instalados en los intersticios del espacio público urbano. Pieles secas y casi siempre oscuras (¿u oscurecidas?) son hoy el ingrediente omnipresente en plazas y calles.
Ajenos a todo emprendimiento de inclusión, definitivamente enquistados en agujeros recónditos de miseria inenarrable, también ellos se han apartado de normas y preceptos.
Tiene hoy el área metropolitana de Buenos Aires una inmensa y burbujeante fauna de apósitos humanos y fantasmas que recorren vericuetos, se posan sobre las materialidades de la Ciudad, de la que sacan sus migas, deambulan, ajenos, o famélicos, o catatónicos o beligerantes.
Como quiera que se lo llame, el fenómeno es evidente y brutal. El mal llamado drama de la “violencia” en el fútbol es apenas una fotografía más de un cuadro desgarrado de explosión. Hay mucha gente afuera, o son, al menos, lo suficientemente ostensibles como minoría que rompe toda noción de continuidad social.
Entre trogloditas y desahuciados, nutridos puñados de seres cruzan todos los días en direcciones imprevisibles el trazado infinito de la ciudad impávida.
Los guerrilleros de la locura penetran a pura beligerancia los recintos del fútbol. Rompen, roban, arrancan, destrozan. Cuando el espectáculo se calienta y puestos de espaldas a la cancha, suben la apuesta, amenazan, condenan y terminan deflagrando la contienda.
¿Son, acaso, muy diferentes a quienes patrullan calles y espacios verdes dilapidando los bienes sociales? ¿Gruesas manijas de bronce arrancadas con sierra, inmensas placas metálicas robadas a la luz del día, piezas escultóricas saqueadas en medio de la anomia, no traducen tal vez el mismo fenómeno de ajenidad que explica la demencia patológica que se derrama en los estadios como una letanía incontrolable y reiterada?
Ajenidad: nada es de nadie, nadie se hace cargo de nada, no existe el cuerpo social y civil que funcione como marco de restricción indispensable que requiere una nación para tornar factible la vida.
Ajenos: lo que sucede es cosa de otros, los que gestionan y mandan son otros, no soy yo; y si los demás no me satisfacen, yo me atrinchero y voy “a por ellos”. Estoy afuera, out, Kaput, “no existo”. Conmovida por su propio simulacro de piedad, la sociedad entiende que está bien admitir esa ajenidad agresiva presentada bajo el aspecto de rasgo inexorable de nuestra vida como país.
Sacralizada una interpretación malévola de la tolerancia para con quienes se quedaron “afuera”, gobernantes y referentes sociales se bañan en virtud, chapotean en espesos líquidos de magnanimidad filosófica.
La esclavitud de hecho queda, pues, convalidada. ¿No vemos, acaso, por las calles las indescriptibles camionetas oscuras, derelictas y perfectamente anónimas, transportando seres indefinidos que revisan la basura y se llevan los desechos que el clamorosamente corrupto sistema de recolección de residuos les deja como primera etapa de una tarea que ha sido tercerizada de hecho?
Son galeotes nacionales, personas despersonalizadas, miserables institucionalizados, ejército derrotado y maniatado para cuyo desenvolvimiento hay “tolerancia”, porque el Estado y las clases propietarias prefieren tapar sus responsabilidades naturalizando esa indigencia revulsiva, en lugar de “reprimir” situaciones que, dicen, es mejor aguantar porque, de lo contrario, sería “peor”.
Nada demasiado diferente sucede con las hordas que manejan el pulso del fútbol profesional. Al final del día, dichas y agotadas todas las monsergas moralistas, lo cierto es que el centro del escenario es ocupado por los criminales. Leo al periodista Julio Chiappetta esta semana, tras el Independiente-Racing suspendido: “Los de Racing desprendieron pedazos de mampostería y destrozaron los baños (sacaron grifería y parte de los sanitarios) y se los arrojaron, primero, a los de Independiente y, después, a la Policía que estaba dentro de la cancha”. Se pregunta su colega Daniel Arcucci: “¿Qué diferencias hay entre esos hinchas tan particulares que abarrotan las casillas de correo de los periodistas, o cuanto blog tengan a disposición, y esa clase media que no hace mucho ‘caceroleó’ para ‘que se vayan todos’, pero apenas sintió de nuevo un peso en el bolsillo volvió a votar a los mismos de siempre?”.
En la rica red de espacios de la Ciudad costeados por los recursos públicos, es cotidiano advertir los inconfundibles signos de la regresión bárbara: es como si tras las brigadas de trabajadores que acicalan lugares, reponen mobiliario urbano devastado, plantan millares de árboles y arbustos, siguieran las invasiones de seres que aniquilan el patrimonio, lo ensucian, lo devalúan, lo empobrecen, lo saquean, lo destruyen.
Vuelta a empezar, nueva licitación, al poco tiempo hay que “poner en valor” lo que recientemente costeamos para que todos pudieran disfrutar de una existencia menos torva. Ese “valor” melancólicamente procurado se difumina de inmediato. Todo lo valorizado se desvaloriza, entre otras cosas, porque los valores ya no cuentan.
Todos los caminos irán convergiendo no hoy pero tal vez pasado mañana, rumbo a la incómoda pero ineluctable conclusión de que la supresión del concepto republicano de orden ha sido la más reaccionaria y antisocial de las derivaciones del laberinto argentino.
Convencidos de que la hostilidad sin cuartel de unas conductas antisociales, que tienen poco que ver con la injusticia social y mucho derivan de haber institucionalizado la desaparición de todo vestigio de autoridad legítima, seguiremos viendo el truculento devenir de una sociedad violenta, despechada y bañada de ira.
Al progresismo le birlaron la necesidad del orden justo de una república. Así, ha vivido ufanándose del sofisma de que sin justicia no puede prevalecer la autoridad. Deberá plantearse algún día si es cierto que todo orden supone fascismo, pero deberá hacerlo antes de que el fascismo se haga cargo y se arremangue. Ahí será diferente.