Los acontecimientos en las calles de Chile hicieron que la mirada global pasara, de los sucesos de Hong Kong en Asia y los chalecos amarillos franceses, a Latinoamérica. El Golpe de Estado contra el gobierno de Evo Morales los sigue fijando aquí. Aún para los medios, con eje en EE.UU. y Europa –por citar nuestros marcos directos–, que no desatienden la contestación de Beirut y Bagdad. Arde el mundo.
Hace ya muchos meses, en la primavera boreal, ardió Notre Dame y ya nadie se acuerda. Hay quienes vieron en la Catedral una imagen onírica de Europa en llamas: la desintegración, los nacionalismos rampantes, el fascismo a pie de calle.
Ardió Notre Dame así como ardió París en el siglo pasado y, antes, con la Revolución. Arde también la religión y Dios mismo ya que solo es humo porque, como señalaba Bauman, la forja del individualismo actual implica también la creación de un dios personal, un nuevo dios que “se hace uno a medida, como de bricolaje” y da por muertos a los demás dioses.
Bauman decía creer en un dios, en un hecho social que no se puede negar por la sencilla razón que surge sin que haya sido convocado, dado que nace de la incertidumbre humana, y eso implica que existirá siempre o al menos hasta que se extinga la especie, ni un segundo antes. Y ese dios no es otra cosa que el nombre que se otorga a la experiencia de la insuficiencia humana. Al cubrir esta carencia, decía Bauman que “los dioses no deben nada a sus subordinados: en especial, no les deben explicación alguna acerca de sus acciones o inacciones divinas referida a una regla de las que éstas sean aplicación. A los dioses se les escucha porque estamos obligados –continúa Bauman– a escucharlos sin tener el derecho recíproco de que nos escuchen. Ser dios significa tener un derecho inalienable e indivisible al monólogo”. En este sentido, la política pugna por conquistar el espacio de la religión, ya que ambas compiten por un mismo público: todas las personas agobiadas por el peso de una incerteza que trasciende su capacidad individual o colectiva de comprensión y de acción para ponerle remedio.
La política se “religioniza” cuando sus modos se confunden con el absolutismo. Basta con observar el modo y las formas, texto bíblico y crucifixión mediante, de la destitución y ascensión del nuevo gobierno en Bolivia. Tampoco está del todo ausente detrás de algunos gestos con intención inapelable por parte de los presidentes Donald Trump, Jair Bolsonaro, Viktor Orban o Andrzej Duda. O cuando estalló el crack en 2008, el relato con el que el Estado norteamericano construyó, miedo mediante, para transferir una línea de crédito de 700 mil millones de dólares: “Todo está en riesgo si no se actúa; el fin toca a nuestra puerta si no socorremos a la banca”, afirmó entonces George W. Busch. Apocalipsis.
El dios personal de Bauman es, como todos los dioses, una emanación, un derivado o una proyección de la insuficiencia, pero, a diferencia de los dioses institucionales, la insuficiencia que proyecta es personal. Una deidad propia, generada por el miedo a la soledad institucional y a la crisis, y al vacío existencial que ambas abonan. El Dios de la Iglesia reflejaba la insuficiencia de la especie humana al enfrentarse al destino, el dios personal refleja la insuficiencia de un individuo dejado a su suerte por el cuerpo social, empujado a enfrentar en solitario al poder.
Como cualquier otro dios, el construido con el soliloquio del miedo también fracasa y ese quiebre está en la calle, sitio en el que las oraciones se expresan con gritos.
En 2001 con las caída de las Torres en Nueva York, muchos dieron por comenzado el nuevo siglo. Tiempo después, con la caída de Lehman Brothers se dio una segunda fecha para fijar el inicio de una nueva era: el proceso de dilución del neocapitalismo. La furia en las calles, a pesar de su peso global, no representan una cota para indicar un nuevo tiempo, pero al arder lo iluminan.
*Escritor y periodista.