El miedo puede generar buenos negocios, como barrios cerrados, puertas blindadas, psicofármacos o armas. Y también puede dar réditos electorales. Puestos a explotar el filón, quienes se benefician de él no apuntan a generar más seguridad, sino más temor. Hace ya una década Zygmunt Bauman (1925-2017) advertía esto en su libro Tiempos líquidos. Cada acción, cada blindaje, cada compra impulsada por el miedo, señalaba el sociólogo, “hacen que el mundo parezca más traicionero y temible y desencadenan más acciones defensivas que, por desgracia, dan alas a la autopropagación del miedo”.
Ya en 2015, el miedo resultó un ingrediente esencial de la campaña electoral. Lo es nuevamente ahora. Y funciona de un modo iatrogénico. Literalmente la iatrogenia es el procedimiento médico por el cual el tratamiento o el medicamento que se administran para curar terminan empeorando la enfermedad. El miedo no desapareció tras los resultados del 2015, cuando muchos de los votantes del actual gobierno, eligieron por pavor a la prolongación de una experiencia signada por la corrupción y el autoritarismo. Y curiosamente es usado ahora por aquellos que eran temidos entonces. Miedo contra miedo, de un lado se dice que hay que votar para impedir el regreso de quien comandó la devastación económica y moral del país. Del otro se advierte la urgencia de frenar el ajuste que, después de las elecciones, acabará definitivamente con derechos laborales, puestos de trabajo, ahorros y seguridad. Unos asustan con el recuerdo del pasado, otros con una imagen catastrófica del futuro. El presente desaparece por la grieta entre ambas posiciones.
Hacia 2004 el escritor Adam Curtis produjo para la BBC un documental que se desarrolla en tres capítulos y se titula The power of nightmares (El poder de las pesadillas). Muestra el modo en que, por el auge del terrorismo y del neoconservadurismo entre otros factores, el miedo se convirtió en un argumento político determinante. “En un momento en que las grandes ideas han perdido credibilidad, dice Curtis, el miedo a un enemigo fantasma es el único argumento que les queda a los políticos para mantener su poder”. Ese argumento empobrece hasta la indigencia al diálogo e incluso al debate político, convierte al presente en un árido espacio de supervivencia y dispensa a los candidatos del deber y la misión de desarrollar programas y comunicar visiones. Basta con que se presenten como perros guardianes de un rebaño temeroso. Sin esas visiones, la sociedad carece de un argumento integrador y convocante, cada individuo busca la salvación individual. Cuando sobrevivir es la única meta (y las alternativas que ofrecen los políticos en sus discursos son de una pobreza intelectual, filosófica, política y expositiva descorazonadoras), tampoco los ciudadanos discurren. La política del miedo de uno y otro lado les ofrece argumentos para continuar cavando la grieta, una gran parte los repite mecánicamente, y la intolerancia mutua los hace tan parecidos entre sí.
Las propuestas electorales son más pobres cada vez y responden a trucos de marketing antes que a fundamentos que honren a la política. La candidata que cuando estaba en el poder padecía de soberbia y verborragia abrumadoras finge ahora humildad y capacidad de escucha. Los candidatos del oficialismo son autómatas que responden al manual que les prohíbe hablar de temas complejos y los obliga a repetir consignas como “juntos”, “se puede” o “equipo”. Otros candidatos navegan en la confusión. Pero aun así el deber ciudadano, si se aspira a vivir en una democracia es votar. Y para que no sea un acto vacío de sentido, queda la alternativa de no votar desde el miedo sino desde la reflexión. Un ejercicio difícil, que no disipa la incertidumbre pero ejercita la conciencia.
*Escritor y periodista.