Se habla de tropa, propia o ajena. Se usa el verbo “jugar”, ¿con quién “jugará” Martín Insaurralde, con Scioli o con Massa? Nunca la política se hizo tanto mal a sí misma como en estos tiempos desangelados. En la Cámara de Diputados, 13 diputados macristas votaron esta semana con 115 del kirchnerismo la ley que avala el paso a manos del gobierno federal de toda la zona de la Casa Rosada que incluye el predio del que fue extirpado el ya desmembrado monumento a Cristóbal Colón. El macrismo no explicó el porqué de ese pacto con el kirchnerismo, llamado “Convenio de colaboración y cooperación para la restauración, traslado y emplazamiento del monumento a Cristóbal Colón, celebrado entre el Estado nacional y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires”; esos 13 macristas (incluyendo a los porteños Federico Pinedo y Patricia Bullrich) fueron así parte de los 128 votos colectados por la Casa Rosada. Tres macristas (Laura Alonso, Sergio Bergman y Eduardo Cáceres) tuvieron, al menos, la delicadeza de ausentarse a la hora de convalidar el arrebato, un capricho del rancio revisionismo histórico que seduce a Cristina Kirchner. Algo es claro: esos 13 diputados se alinearon ante las órdenes impartidas por el jefe de Gobierno. Macri podría tener, eventualmente, algunas razones legítimas para explicar su decisión negociadora, pero ni él ni ninguno de sus más cercanos colaboradores las pusieron negro sobre blanco. Es lo que se estila en la Argentina, y no sólo en los ámbitos del oficialismo nacional.
Los políticos hacen y deshacen con relativa discrecionalidad; el ejecucionismo más brutal prevalece sobre formas y normas. El batifondo que se armó en la presentación porteña del Frente Amplio UNEN (FAU) esta semana, cuando Fernando Solanas y Elisa Carrió chocaron abiertamente, revela que en diversas arquitecturas ideológicas también es habitual la más descarnada exhibición de individualismo extremo. Carrió patrocina una gran concertación política contra la sucesión peronista, que incluya a Macri y al vasto sector que elocuentemente él hoy representa. Solanas, en cambio, que en las elecciones legislativas de junio de 2009 obtuvo el 22,29% de los votos con Proyecto Sur contra el 31,19% de PRO y el 19,14% del Acuerdo Cívico y Social (UCR, ARI, PAIS, Patricia Bullrich), dice que el macrismo es la “derecha” y nada quiere tener que ver con ella. Ni Carrió ni Solanas han construido partidos verdaderos, y no se conoce que rindan cuentas ante ninguna estructura de conducción electa y representativa.
Pero no son los únicos: ¿a qué y a quiénes representa el ex ministro kirchnerista Martín Lousteau, mentado como futuro candidato a jefe de Gobierno? Lo cierto es que domina ampliamente el protagonismo personal, al margen de supuestas ideologías y teóricos programas. Puras baladronadas; en la Argentina, el modelo de construcción política es vertical y sobre todo crispado. “No me van a correr por izquierda”, bramó Carrió. Se levantó y se fue; enseguida comunicó por Twitter que había agarrado su carterita y se había ido a comer pizza. Solanas enarcó más aun sus cejas y se sintió cruelmente ofendido por el desplante de su ¿ex? socia. ¿Así gobernarían la Argentina si les tocara hacerlo?
Las convergencias más atrabiliarias son ya norma habitual. El strip tease de Insaurralde para terminar definiendo con quién “jugará” en 2015 no llama la atención porque las transfugueadas han pasado a ser lo previsible. Atrás y remoto queda el paradigma del hoy invisible Eduardo Lorenzo (Borocotó), comprado por el kirchnerismo hace una década. Aquella desvergüenza dio partida de nacimiento al hoy arcaico verbo “borocotizar”, sinónimo de traición ejecutada por un mercenario político. En una Argentina institucionalmente exánime, estas exhibiciones de pragmatismo desaforado ya no asombran a casi nadie.
Quienes procuran laboriosamente edificar un consenso político amplio que le permita a la Argentina iniciar una nueva etapa de auténtica alternativa a la larga hegemonía peronista discrepan en algo central. Esa fricción es objetiva y será muy difícil de omitir. El cuerpo principal del radicalismo (agrupado en las precandidaturas de Julio Cobos y Ernesto Sanz) en realidad poco y nada tiene que ver con los postulados de Proyecto Sur y Libres del Sur, y no sólo hoy, sino desde siempre. Solanas, por ejemplo, jamás se ha rectificado de su entusiasmo por el chavismo y de su simpatía directa o indirecta por el gobierno de Irán. Sanz y Cobos, por su parte, son dos hombres claramente moderados y convencidos de las ventajas de la economía de mercado, más allá de que (como buenos radicales) deben sobrellevar el peso muerto de la fornida tradición estatista de la UCR y de su siempre angustioso temor de ser estigmatizada como “reaccionaria” o antipopular. En todo caso, puede decirse que la distancia, por ejemplo, entre Sanz y Victoria Donda no es menor que la que, en teoría, podría tener con Macri, cuyos siete años al frente del gobierno de la Ciudad han sido lo suficientemente expresivos como para acusarlo de ser un “neoliberal”. Pero éstas son preocupaciones lamentablemente irrelevantes o, al menos, secundarias.
Lo que chisporrotea es un aire espeso de indefiniciones. Lo central de las elecciones presidenciales del 25 de octubre de 2015 es si el peronismo (Scioli, Massa o cualquiera de los palafreneros del Gobierno) seguirá gobernando al país, como lo hizo entre 1989 y 1999 y entre 2002 y hoy, o si la Argentina se zambullirá en la epopeya de vivir una opción en serio. Ese es el posicionamiento a mi juicio estratégico, más que derecha o izquierda o cualquiera de sus dicharacheras y estériles variantes.