Convengamos en que a veces al Creador Todopoderoso se le va la mano, o se distrae, o está en desacuerdo con lo que antes le pareció bien, y entonces se dedica a hacer unos desaguisados espantosos, y que en muchos casos nos complican la vida. De los bichos estoy hablando, querida señora, de eso. A mí los bichos no me gustan y creo que, salvo a los entomólogos, a nadie pueden gustarles. Están demasiado alejados de nuestras estirpes, ¿no?, son demasiado extranjeros quiero decir; tienen muy pocos puntos de contacto con seres humanos, que venimos a ser nosotros, los orgullosos habitantes de este planeta (por ahora, porque de aquí en adelante no se sabe). Cualquier otra rama del mundo animal está más cerca de nosotros que los bichos; no me diga que no, estimado señor. Piense en los elefantes. Vamos, piense. ¿Ya está? Bueno, dígame, ¿acaso los elefantes nos sonríen? Claro que sí, con esas orejotas y esas trompas con las que se hacen entender. Y eso que no le hablo de los gatos ni de los perros, que están tan cerca de nosotros que mucha gente prefiere vivir con ellos y no con las cuñadas o los suegros. Pero los bichos no. Y cuando digo bichos usted ya sabe que me refiero a los insectos, a esos que tienen seis patas (excepto la araña, que tiene ocho) y corren cerca de los zócalos y despiertan toda todita nuestra desconfianza, porque chirrían o son rapidísimos, o traen enfermedades, dicen, aunque no sé si es cierto. A veces me dan lástima, le aseguro. Pero se me pasa. No me gustan. Les desconfío. Creo que no sirven para nada, salvo para darnos miedo. Si usted sabe algo al respecto, avíseme, por favor.