Al ver la edulcorada remake de Pinocho, los amantes de la animación clásica, rama del cine que estuvo ahí desde el comienzo desarrollándose con gloria tanto en Estados Unidos como en la Unión Soviética o Japón, no pueden sentir menos que aversión. Tom Hanks componiendo a un Gepetto digitalizado, potencia la nostalgia por aquel pasado analógico, invita a volver a él para sacarse el sabor amargo ante tantos efectos de computadora próximos a caducar. Yo recurrí a Terry Toons, compañía fundada en Nueva York en la década del 30, cuyas producciones se caracterizaban por la experimentación, al igual que los estudios Fleischer, Van Beuren o Disney, en vida de Walt. Hay, entre otras joyitas, una versión heterodoxa de Caperucita Roja, en la que ella y su abuela se divierten junto al lobo, configurando un esquema en el que víctimas y victimario son camaradas.
Alguna asociación me hizo pensar en mi situación laboral, en la que hago notas tanto para esos temibles lobos que son los medios hegemónicos, como para las niñas y abuelitas amables que son algunos medios digitales, autodefinidos como independientes. Con la crisis económica, unos y otros demoran excesivamente en pagar valores desactualizados y someten a los periodistas a precariedades de todo tipo. Pero mientras los lobos no se gastan en presentar excusas a un trabajador, las niñas y las abuelitas echan mano de un pack de argumentos en el que las mejores intenciones son jaqueadas por villanescos inversores que nadie sabe bien quiénes son. Buenos modales con los que disimular que, al final, como en el corto de Terry Toons, las caperucitas pueden parecerse al lobo mucho más de lo que creemos.