En un capítulo de Seinfeld, Jerry y George rememoran una escena estudiantil de maltrato físico entre varones y Elaine replica con la versión femenina de ese mecanismo: “Cargamos a la otra hasta generarle un trastorno alimenticio”. El bullying era visto como un pecado de adolescencia, pero las redes lo consolidaron como práctica apta para adultos.
Incompetentes para ejercerlo en forma física, les viejes de Twitter adoptaron con entusiasmo esa forma de acoso verbal que tan bien definía la representante del cupo femenino en la imperecedera sitcom. Machirulos encubiertos, feministas, aliades y militantes de ambos lados de la grieta disparan contra aquello que les desagrada, a fuerza de tuits, favs y frases fascitoides como “x es todo lo que está mal”, “x es psiquiátrico” o “x al galpón”.
La difamación virtual encuentra algunos de sus picos más altos en los círculos que, enfundados en teorías de género, toman de punto a las voces que instalan alguna disonancia en un mundo discursivamente monocorde y exacerbado en su gestualidad bonachona.
Sería más fácil ignorar aquello con lo que se está en desacuerdo, pero se opta por monitorear producciones ajenas para marcar que son malas, feas, tóxicas. La mujer que critique algún aspecto de feminismos mediáticos, institucionales o rentados, quedará afuera de la sororidad.
Una funcionaria abortera desaconsejará la lectura de sus opiniones, una activista la descalificará con los gastados “hija sana del patriarcado” o “funcional al machismo” y alguien que ha resuelto encaramar su miseria personal en las luchas identitarias destilará odio a través de insultos imaginables en boca de Cacho Castaña, como “puta” o “mantenida”.
Mientras las nuevas generaciones se concientizan sobre una forma de violencia que contaminó escuelas durante décadas, algunos adultos se autoperciben vanguardia recreándola sobre quienes sostienen una opinión propia. Es un bullying sin grandes riesgos, puede hacerse quedándose en casa.