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Cacería de orcos

16-4-2023-Logo Perfil
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Mienten quienes afirman que en la cacería de orcos encontramos goce y que nos impulsa la voluntad de masacre: la ley exige que los persigamos. Los orcos son la execración del mundo; y su existencia, un escándalo. Nadie conoce cómo y por qué aparecieron, nadie vio el agujero roñoso por el que asomaron por primera vez. Ciega y neciamente insisten en su ser, esa amalgama de ascos, hundiendo las pezuñas en la tierra dura y abriendo madrigueras cada vez más hondas y retorcidas, aferrándose a las raíces y a las piedras y a los esqueletos de sus precursores. Deberían agradecer que los libremos del horror de sus existencias. En cambio, cuando los encerramos en el callejón final, se desbordan, babean y mugen mientras la lanza atraviesa sus pulmones, el palo machaca sus cráneos, la bala hace estallar sus corazones y el fuego eriza sus cuerpos mugrientos y la linfa se agolpa y brota y mueren en medio de ese manantial sucio, mueren retorciéndose como las bestias que son. 

Así también mienten quienes afirman que somos como dioses. Los dioses no necesitan justificación. Es cierto que nosotros estamos desde el inicio de los tiempos (por eso hay quien nos cree inmortales), padres e hijos idénticos, pero nuestra naturaleza es la caza y muerte de orcos. Ellos, a pesar de su apariencia de espanto, nunca tuvieron poder suficiente para ponernos en riesgo, pero son hábiles para inventar estratagemas de fuga y ocultamiento. Así, nuestra tarea se vuelve más difícil; cada obstáculo es un estímulo y en la demora se enciende la expectativa del resultado, que es siempre igual. Los orcos caen al fin, sangran bajo el poder de nuestro brazo. En esa dialéctica entre huida y atrapamiento, ambas especies hemos perfeccionado nuestros recursos; incluso, y aunque no llegue a los extremos del intercambio, hay ocasiones en que la jeta de un orco dibuja una mueca de complacencia en el momento mismo de su extinción, mientras uno de los nuestros esboza un gesto de lástima.

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Los orcos devoran alimañas de pequeño porte y también se sirven de mascotas domésticas que a veces se extravían de sus ámbitos naturales. Un orco bien nutrido alcanza un tamaño interesante, y hasta se da que aquellos de mayor desarrollo muscular conciben la ilusión de resistírsenos. Quien asista a un encuentro con uno de esos ejemplares sobresalientes advertirá cómo crece nuestro vigor cuando, harto de correr, se vuelve sobre sus patas y nos enfrenta. Son dignas de ver sus morisquetas, las explosiones de baba, el agitar de extremidades, los amagues de ataque, la jerigonza furiosa que esconde el terror. En esas ocasiones el orco se gana algo parecido a nuestro respeto, pero sobre todo aflora nuestro sentido del humor: hacemos durar el enfrentamiento, fingimos vacilación y cansancio, permitimos que sus enfurecidas zarpas abran los vientres de uno o dos de nuestros animales de presa y que pisotee y desgarre sus vísceras y se enchastre de sangre y enloquezca con el olor de la mierda que emerge de las tripas. Es su momento de gloria, el momento en que el orco vuelve a su ser primordial, envuelto y coronado de inmundicia. Pasado ese momento triunfal, lo despachamos rápido.

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Hemos practicado durante tanto tiempo la caza de orcos que se convirtió en un hábito. Por cierto, a veces nuestro entusiasmo nos lleva a superar los límites, y la población de orcos disminuye y hasta corre el riesgo de desaparecer. Por lo que, muy a nuestro pesar, nos sustraemos a la práctica durante un tiempo prolongado, el necesario para que los orcos se reproduzcan, y hasta toleramos que esa reproducción alcance un número excesivo de exponentes (porque los orcos son lujuriosos y nada gustan más que de yuxtaponerse y multiplicarse en manadas, hordas), hasta el punto de convertirse en una plaga que asuela nuestros campos y nuestras poblaciones, amuralladas o no. Es entonces cuando la partida recomienza y nos lanzamos sobre ellos, agitando nuestras armas, sacudiendo nuestras banderas de caza. 

No obstante, a veces tenemos nostalgia de los tiempos idos, cuando cazábamos fieras con nuestras propias manos o con el auxilio de hachas de piedra.