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Café Babilonia

Samesh se replegaba, apretaba la lengua con los dientes y en su mirada podía leerse: “Si te contara…”. Pero las sensaciones sucedían en su interior y se quedaban ahí.

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Café Babilonia. | Marta Toledo

Samesh, el indio, arrastraba el cuerpo mal dormido por el interior de la cocina regada con los humores del infierno. Lo curioso es que frente a una situación dramática, que amenazaba llegar a esa cumbre de revelación con la que todos soñamos cuando hablamos a fondo con alguien, Samesh se replegaba, apretaba la lengua con los dientes y en su mirada podía leerse: “Si te contara…”. Pero las sensaciones sucedían en su interior y se quedaban ahí, sin entregarse al despilfarro de la sinceridad.

Luis Jorge –otro de mis compañeros– era un muchacho sin edad, más bien menudo, metro sesenta tal vez; unos setenta y cinco kilos, tez trigueña, cara angulosa, pómulos en punta y los ojos de plomo metidos en bolsas oscuras por debajo. La hendidura de la boca le impedía hablar con claridad; el rostro detonado dispensaba perlitas vaporosas de disgusto que, suspendidas en el ambiente, herían como bocanadas de virus. Era ecuatoriano, pero jamás nos precisó el origen, como si su vida dependiera de ello. Cuando le preguntabas por su pueblo natal, respondía con una evasiva urticante: en la cumbre del Chimborazo.

Por entonces MTV funcionaba como hoy lo hace YouTube, de manera que permanecía de fondo, sintonizado en el televisor todo el día, desde la apertura del local a las 6 a. m. La cocina, nuestro lugar, estaba dividida por cortinas de terciopelo rojo oscuro, desde el piso hasta el cielo raso, separando así el espacio para cocinar del dispuesto para lavar. Más allá había un cuarto de baño; siempre ocupado por Ahmet, el único turco del team. Resultaba extraordinario ver su aspecto tan desdeñado. El buzo gris mugre, rostro ojeroso, con expresión de fatiga, para colmo no se peinaba; anillos y cadenita de oro, zapatillas galácticas. Eso sí: la actitud bravucona no sintonizaba con su mirada de niño tierno; en esos destellos de cazador diestro, encontraba la forma de cautivar para luego aniquilar. Ojitos, hasta que te tenía a dos sílabas de su verba.

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La descripción escaneada del interior mental de Christoph experimentaba una ruina en cadena. Su cabeza era un piano al que se le habían quitado las teclas. La identidad pulverizada. El gigante alemán estaba cayendo. Nos enteraremos por el ruido, pensé. Tenía 23 años, el cabello acortinado sobre la espalda, remera de Nirvana, y creía en la Revolución China. Esculpido con firmeza, en ocasiones ostentaba un chaleco blanco sin mangas, lo que acentuaba los temerarios tubos montañosos. El único italiano en la cocina del restaurante italiano donde trabajé aquella temporada en Estambul era Michele, parido en Nápoles, criado en Génova. El tipo era un patán (lucía siempre remera caqui, pantalón gris, con las perneras pinzadas a la altura de los muslos); gotas de sudor recorrían el cogote; blandía la cuchilla al mismo tiempo que tragaba saliva.

Por dentro, el restaurante-café-bazar-locutorio-etcétera de Kadikoy (detrás del mostrador un robusto ejemplar enfundado con un prolijo delantal blanco azúcar, mejillas encendidas por el alcohol) exhibía una pequeña ventana que daba a la galería principal, cubierta por un cortinado plástico gris tenue. De alguna oficina cercana llegaba la vibración del motor de una máquina. Una vez clausurado el paréntesis, en el epicentro de la confusión, la cocina del restaurante parece a punto de estallar; trozos de pollo crujen, retorcidos entre hortalizas, arroz sobre hornallas de hierro fundido. Pasta, mucha pasta. Al otro lado de la puerta vaivén, en el interior del salón, familias ríen, comen las familias. Beben cerveza, jugo de rambután. Se limpian de cansancio debajo del toldo de espléndido follaje. Giorgio, el dueño, exprime su plato, interroga a la comida con notable naturalidad, obsesionado tal vez en hacer que la vida funcionara como en su cocina (como solo la muerte es pasajera).