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Apuntes en viaje

Cerrado por melancolía

Al abrirlo, explorarlo, montarme sobre él, se producen explosiones neutrónicas de melancolía que no logro ni necesito contener.

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Cerrado por melancolía. | marta toledo

Es un cuaderno amplio, forrado con papel araña verde, descolado en sus extremos exteriores, deshilachado en el interior, la fragilidad en custodia. El cromatismo, la interrelación entre texto e imagen componen el tesoro archivístico que ostento entre manos. Semillas, esporas, esquejes, hojas, brotes, pétalos diseminados en 62 cartulinas de 45 x 30 centímetros, un pacto susurrante de intercambios propiciados sin una orden específica.

Mantuve y nutrí mi herbario de forma ininterrumpida desde los 7 hasta los 11 años. Ciento doce especies de plantas, flores, árboles están representadas entre sus tapas; un dispositivo de exquisita estructura que provee información primaria para el conocimiento de estudios taxonómicos, ecológicos, ambientales y por qué no, etnobotánicos.

Recolectar, secar, pegar y clasificar se convirtió durante mi versión atolondrada la forma de navegar dentro del vaso. De alguna manera en esa cosmovisión perseguía el anhelo del envión para volver a sembrar, no ya desde el conocimiento macerado, sino desde la intuición, que es a la vez una forma de coherencia. Así que tejer palabras con hojas y flores se volvió el presente continuo en mis años de infancia. La labor ingenua adquirió la certeza de que lanzado a la caminata de la acumulación entre huertas, bosques y jardines, expandía el horizonte de la domesticación familiar.

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La confección de mi herbario remite entonces a la consumación de la vida infante que se agolpa en la frente con recuerdos nítidos. Al abrirlo, explorarlo, montarme sobre él, se producen explosiones neutrónicas de melancolía que no logro ni necesito contener. Porque mi herbario es, además de un sofisticado componente de clasificación y expectativas, un espacio emocional, puedo reconocer en él mientras repaso sus hojas, que cada especie recolectada, desecada, adherida y rotulada es universo y partícula de mi nutrición formativa. En ocasión del entierro de mi abuela, en el cementerio privado donde se amontona una porción considerable de mi familia, me aparté del enjambre para recolectar; aquella fresca mañana otoñal en la que el sol rodaba sobre la grama, adquiriendo en el deslizamiento tonalidades vesperales, otorgando una luz de fantasía al ritual mortuorio, descubrí fascinado toneladas de cepillos (Callistemon rigidus) en el sector del predio donde comenzaban a abrirse los nuevos corredores donde sembrar lápidas y ataúdes (desde la distancia reverente del afuera, contemplaba el procedimiento de los funebreros, y de mi familia). A mi entender ese acto de celebración de la vida, urdido por el asombro y la compasión, comportamientos al parecer extraídos de yacimientos distantes, componían el catálogo por el que flotaba el deseo de entendimiento, y la abstracción de la crueldad del mundo. Al menos del mío. El viaje imaginario otorgaba una vibrante redención sobre la tierra.

Entender a las plantas requiere conciliar nuestra relación depredadora con lo viviente, mucho más allá de la imaginería ecologista plasmada en la televisión o en las redes sociales. Hongos, líquenes y briófitos; maderas, frutos, semillas que pueden conservarse en sobres de papel o en cajitas de cartón. Cada ejemplar, cada etiqueta con datos biológicos, conservan el banco de información que representa la verdad funcional que, como todo arte genuino, florece en secreto.