Aníbal Fernández procede como si ya hubiera obtenido la gobernación de la provincia de Buenos Aires. No le falta razón ante el 25 de octubre próximo: encabeza la fracción hasta ahora mayoritaria, allí se gana por un solo voto de diferencia y no se requiere segunda vuelta. Al revés de los aspirantes presidenciales. Tan convencido parece de su triunfo que ni siquiera se interesa por la suerte de su candidato Daniel Scioli, al que no se sabe si quiere favorecer o, en cambio, si en su lugar prefiere a Mauricio Macri y sobre todo a Sergio Massa. Más bien se burla y condena a su presunto referente, amplificó como nadie el inexplicable viaje de placer que Scioli emprendió con una dotación a Italia, justo en el medio de las inundaciones, del cual regresó avergonzado y sin siquiera poder decir bon giorno. Tendrá sus razones Fernández para descolocar a su referente, vinculadas a inquinas o venganzas personales, también a una sintonía evidente con Cristina, quien después de un espasmo volvió a obsesionarse contra Scioli por la conspiración de partícipe necesario que le atribuyen en combinación con Clarín y la falta de trato principesco que la corte de La Ñata le niega a su personero Carlos Zannini.
El desencanto entre los protagonistas se desata con la denuncia sobre tráfico de efedrina y responsabilidad criminal en un triple asesinato que antes de los comicios recayó sobre el jefe de Gabinete, vertido en el programa de Jorge Lanata, y que más de un cristinista sospecha teledirigido por la línea Fernando Espinoza, su socio bonaerense Alejandro Granados, Ricardo Casal y, obviamente, el distraído Scioli. A nadie le gustó en la Casa Rosada que se refrescara un episodio de hace siete años, en el cual aparece también vinculada la chequera presidencial con aportes de empresarios narcos luego fusilados, y del cual tal vez ni se vuelva a hablar en el futuro. El caso paralizó a Fernández, quien se sobrepuso apenas por el aliento y solidaridad de Cristina, la que obligó a su apéndice La Cámpora y a todo su gabinete a respaldar al afectado en un acto en el teatro Gran Rex. No faltó nadie, era obligatoria la asistencia.
Mientras se aguardaban los números de la elección en el Luna Park mostró la herida del oficialismo al desnudo. En principio, un enardecido Fernández celebró en otro lado su victoria interna contra la dupla Domínguez-Espinoza, evitó contaminarse de sciolismo. Ni olvido ni perdón. Y Cristina lo felicitó por teléfono, se difundió oficialmente la lisonja. En la antaño cuna del boxeo, entretanto, Scioli no sólo esperaba la llamada de la doctora, también habían reservado un recinto con las preferencias de la diva por si decidía compartir el festejo común: desde espejos hasta el agua Evian. No llamó, ni fue.
A pesar de que, en un momento, hubo regocijo: aparecieron miembros de la custodia presidencial. Pero esos hombres de negro sólo anticipaban la llegada de una van con el ministro Axel Kicillof y otros asociados camporistas de nota que se refugiaron en un vip diferente al vip de Scioli y su congregación: en un lado se servían módicos brownies, en el otro abundaban los sándwiches, las pizzas, un servicio más completo. Para aprender a vivir de otro modo si Scioli llega a la Presidencia.
Como forma de impedir que el odio cerril –tan común en el peronismo– desgarre el poder, Ella obligó a que Fernández convocase a sus competidores bonaerenses, se fotografiaran en público sin taparse la nariz ni mencionar adicciones, crímenes o sustancias. Un ejercicio de hipócrita diplomacia. Es que Cristina requiere, al menos para el 25 de octubre próximo, que en la provincia no se manifieste el disenso intestino, la resaca luego de la inundación: que los perdedores enojados no trasladen voluntades a Massa o a Macri, ya que sin Provincia no hay continuidad personal, familiar o societaria de los Kirchner. De ahí que para la Presidenta, su jefe de Gabinete sea más importante que Scioli en estos setenta días: además de disponer de condiciones objetivas para ganar, no debe perder, sería una catástrofe en la dinastía. Esta necesidad explica una decisión que, en su momento, a muchos les pareció temeraria: cuando Aníbal Fernández regaló varios años como senador para mutarlos por un alto cargo con plazo fijo y difícil honra, al reemplazar al hoy felizmente olvidado Jorge Capitanich. Entonces apostó a integrar la misma aventura con la mandataria. Nadie puede negar que por ahora le resultan propicios los astros, más allá de penurias que ciertos seres humanos rechazan asimilar aun cuando les garanticen el Paraíso.
Terremoto. Además de las tétricas disputas, quienes observen los resultados de la provincia distinguirán otro detalle: hubo un terremoto en el aparato justicialista, provocado por Cristina, jaqueando y condicionando a intendentes tradicionales, desplazando autoridades en el papel y en las urnas. Inclusive, el fenómeno se extendió hacia el interior de la provincia, basta ver las circunscripciones capturadas por la oposición. El aniquilamiento ordenado por la mandataria contra bastiones peronistas, vía La Cámpora y en especial la jefatura de Wado de Pedro –quien no en vano se pega al jefe de Gabinete durante el día y, se supone, se despegan a la noche–, logró imponer concejales y legisladores en todas las listas aparte de conquistar varios distritos, empoderarse de la gestión de otros (a pesar, claro, de un fracaso personal: De Pedro traslada desde hace cinco años fondos, licencias y subsidios a Mercedes, su territorio, pero la población no termina de aceptarlo).
Nadie sabe si los desechos de esta explosión se contendrán en Fernández, como él promete a las víctimas o, si en represalia, se derivarán hacia Felipe Solá, un peronista de inesperado ascenso. O a la promovida por los medios, la macrista María Eugenia Vidal. Es la única duda que altera la templanza de Fernández, su seguridad de ganador: si esos apartados del PJ tradicional se embanderan con quienes detestan al jefe de Gabinete –las encuestas lo reconocen como uno de los candidatos más controversiales–, su posibilidad triunfadora no aparece tan nítida. Ni aun sacudiendo a Scioli, por retaliaciones propias o por un instructivo resentido de quien, frente al espejo, ya debe reconocer que siempre se equivoca a la hora de elegir un billete de lotería. Por suerte, la fortuna le vino de otro lado.