Amanece en Madrid. Dentro de unas horas se votará en el Congreso si seguimos con el Estado de alarma o no. Es decir, si continuamos con la cuarentena. Los pájaros, ante mi ventana, siguen al margen del debate, haciendo su cómoda vida sin alteraciones y ostentando, frente a nosotros, una actitud gregaria que no nos está permitida. Más allá de algunas transgresiones durante las horas de circulación peatonal autorizadas, la ciudad prácticamente está vacía. Ahora parece que el alcalde de Madrid, afortunadamente, va a imitar la decisión de la alcaldesa Ada Colau de Barcelona y cerrará al tráfico algunas calles para que los vecinos puedan caminar sin agobios, distanciados unos de otros. Como en Zoom o en la pantalla dividida de Whatsapp, en las que estamos juntos pero no revueltos.
Mi sobrino, desde París, ha tomado la costumbre de llamarme a media tarde y conectar con otros amiguitos. Un adulto, que vengo a ser yo, y tres niños hacemos bromas durante unos minutos en un patio virtual. Ayer me quedé pensando por qué razón el pequeño me mezcla con sus amigos a quienes, por otra parte, apenas conozco. Creo que del mismo modo que se rompen las costuras del tiempo con este encierro, también ciertas distancias. Cuanto aconteció en nuestras vidas antes del inicio de la pandemia parece haber sucedido, como en libro de Hudson, allá lejos y hace tiempo. Y aquello, que al principio se nos proponía como la simple acción de cruzar el río, tomar unas medidas urgentes para evitar el contagio y volver al día a día, parafraseando ahora a Saer, se ha convertido en un río sin orillas. El presente es una mancha que se expande y va cubriendo los límites de un pasado reciente que nos lleva, involuntariamente, a visitar, sonámbulos, mientras vamos y venimos dentro de casa, recuerdos de un pasado remoto. Imágenes fugaces que entran y salen de la infancia o de la vida en otra ciudad, otro tiempo. En dirección contraria, el futuro también está cubierto, con lo cual, además, a la condición imprecisa que se le supone, se le añade la oscuridad, la incertidumbre, y ese retorno a la "nueva normalidad" que nos proponen, suena como el largo regreso de "Manuelita, la tortuga": tardaremos tanto en volver que nos encontrará posiblemente arrugados, como le pasó a ella, pero no igual, sino siendo otros, a quienes no conocemos.
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El gobierno español no deja de hablar de "nueva normalidad" [4] y el eco hiela ya que tiene reminiscencias de un nuevo amanecer o un renacer de postal evangélica cuyo resplandor ciega la visión del fuera de cuadro.
Mientras tanto, en el presente, en esta cinta de Moebius, leemos esta mañana en The Guardian [5] que Donald Trump va a reducir el equipo de expertos organizado para enfrentar al coronavirus y sus esfuerzos se centrarán en abrir el país y poner en marcha la economía. Es posible que mueran algunos más, aseguró, pero si nos lavamos las manos y mantenemos la distancia social, vamos a recuperar la economía. En el encierro, dijo, también muchos han muerto por drogas o por suicidio. Los fallecimientos por la Covid–19 en Estados Unidos han superado ya las 70.000 víctimas y un informe de la Casa Blanca pronostica que en junio se alcanzará los 3.000 decesos diarios. En la misma línea narrativa de Trump, aquí en Madrid, la presidenta de la Comunidad, Díaz Ayuso, se opone a la continuación del Estado de alarma, con el mismo fin de activar la economía y recuerda que "todos los días hay atropellos pero no por eso se prohíbe a los coches". Díaz Ayuso también aprobó el reparto de menús para los niños de familias con menor renta de la Comunidad por parte de Telepizza y Rodilla, dos empresas de comida rápida. Preguntada en la Asamblea por esta cuestión respondió: "Que le den a un niño una pizza no creo que sea un problema". Hoy publican los periódicos españoles que la empresa Plátanos de Canarias ofreció el 18 de marzo donar fruta para que se repartiera con los menús pero Telepizza y Rodilla la rechazaron.
Mi sobrino no se entera de ninguna de estas cosas al igual que el resto de los niños. Pero a todos ellos les llega el ruido de fondo. No desde un pasado que no tienen ni del futuro que para ellos es una ilusión. Se les cuela por la ventana de su habitación y para silenciarlo abren otras, todas las que pueden, en el celular o en la computadora para estrecharse con sus pares y sus mayores. Solos no pueden estar.
MR/FF