“…y que puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa”.
Albert Camus (1913-1960); frase final de “La Peste” (1947).
El fútbol ha muerto, como el Dios de Nietzsche. O sufre una peste letal, como los habitantes de Orán, en la novela de Camus. Desde que empezó este Torneo Final –nombre muy perturbador, insisto– casi no tuve margen para hablar del juego. Hace semanas que escribo sobre árbitros sospechados por evasión fiscal o denunciados por nublar los cielos de la Patria con cheques voladores; sobre peleas de barras, arqueros presos, asesinos prófugos y el muerto de cada semana, una siniestra rutina.
Quería hablar de Messi, capaz de ganar con su sola presencia y en una pierna –como el Cid que, cuenta la leyenda, espantó a las tropas árabes que sitiaban Valencia ya muerto, embalsamado y montado en su caballo–, una batalla que los suyos tenían casi perdida contra el Paris Saint Germain. O sobre lo bien que juegan los alemanes: el Bayern de Heynckes –mi candidato para esta Champions– y el Dortmund, tan sólido y estético. O sobre Manuel Pellegrini, un técnico serio, profesional, de perfil bajo, tan alejado de los clichés berretas y la sanata que tanto abundan por aquí. Imposible. Gana la muerte. Las peleas idiotas, la violencia, la estupidez. Esa exótica mezcla de sainete criollo y novela negra mal escrita que arruinó a nuestro fútbol y lo convirtió en esto que se ve: partidos espantosos y una interminable guerra entre gangsters, los de paravalancha y los de escritorio.
El estado de locura se agrava, día a día: Diego Bogado que aparece muerto en el estadio de Vélez luego del partido contra Emelec; Turu Rodríguez que se entrega a la Justicia y se convierte en el quinto imputado por el caso Nicolás Pacheco, muerto a golpes en la sede de Racing de Villa del Parque; y Migliore que sigue en la cárcel, acusado de “encubrimiento agravado”.
Matías Morla, su abogado, advirtió sobre su profunda crisis anímica luego de enterarse de que San Lorenzo había pedido un cupo para sumar otro arquero si su detención se prolonga. La prensa debatió el tema: ¿Es justo reemplazarlo o el club deberían esperarlo, apoyarlo en esta situación tan delicada que le toca vivir? Ya nadie, se ve, recuerda a Ernesto Cirino, 58 años, el dueño del caniche que hacía sus necesidades en la vereda equivocada: la del cuñado de Mauro Martín. Que con Maxi Mazzaro –su segundo en La Doce– y Daniel Whebe, otro barra, llegaron dispuestos a darle, digamos, una lección de urbanidad. Y lo molieron a golpes. Ese es el amigo que protegió Migliore. Hablamos de homicidio, muchachos.
¿Algo más? Sí, claro. Los aprietes. Esta vez le tocó a Leguizamón, delantero de Independiente. “Empezá a jugar o vas a cobrar, gil. ¡Si nos mandan a la B los vamos a matar a todos!”, le gritaron. Habrá que tener cuidado. Sería un grave error pensar que estos energúmenos apelan a la metáfora. Esa furia no sabe de límites.
Javier Cantero tiene la mirada mansa y cara de curita bueno. Alguna vez, siendo adolescente –confesó– pensó en tomar los hábitos. No me sorprende. Casi un año y medio después de haber asumido todavía me pregunto: ¿Qué hace un hombre como él en un lugar como ése? Cuando lo vi enfrentándose a los gritos con el jefe de la barra frente a una cámara, aluciné. “Lo van a destruir”, pensé. Están a un paso.
Llegó con la mejor voluntad, pero sin experiencia. Y lo pagó con errores. En febrero renunció Florencia Arietto, su jefa de Seguridad. Fue un golpe duro. Lo acusaron de “ceder” frente al sector menos belicoso de la barra y buscar refugio en Grondona. Ordenó las cuentas, pagó deudas, pero en lo deportivo no pegó una. Trajo jugadores que no rindieron, armó planteles descompensados y cuando contrató a Gallego, el técnico que todos querían y podía dejarlo menos expuesto, el equipo jugó peor que nunca. Hasta su amado Bochini salió a hablar en el momento menos oportuno. Un desastre.
Se apoya en su fe. “Es casi físico; estoy condenado a creer”, confiesa, antes de aceptar con resignación cristiana: “Sé perfectamente que si descendemos, me van a masacrar”. La reacción de la gente luego del empate de local y contra el casi condenado Unión, confirma su teoría. Pero pase lo que pase –jura–, cumplirá su mandato hasta el último día. Recién entonces se retirará de la política y volverá a ser el hincha común que siempre fue.
Independiente es su vida, y no miente. Lo hizo hincha su padre, que –como los padres de antes– no era ni muy demostrativo ni de tener mucho contacto físico con su hijo. Salvo… en el instante mágico del gol. En ese momento sí podía sentir, por fin, su abrazo cálido, el olor de su cuerpo. Tal vez por gratitud, por toda esa felicidad compartida, lo dejó todo y se lanzó a esta aventura, sin medir riesgos. Lo hizo por amor, no por la fama, el poder o el dinero. Se nota. Me lo dice “una vieja sabiduría que no me pertenece”, como escribiera con maestría Abelardo Castillo. Es una pena que este calvario deba sufrirlo justo él –un voluntarista algo ingenuo y sin ejército, pero honesto y valiente para dar la cara– y no gente como Fernando De Tomaso, que hoy disfrutará de la vida, tan feliz y campante.
Cada vez me cuesta más –en tanto hincha de Racing vapuleado durante treinta años por los vecinos, tan llenos de copas, invictos en quiebras y descensos– disfrutar de su lenta agonía, vivirla como una revancha. Lo intento, claro, porque soñé con este escenario durante años. Pero ahora no me sale, o me sale mal. No puedo alegrarme con el dolor del otro.
Y más si ese otro busca, en esa irracional pasión por sus colores, la tibieza de los abrazos perdidos, los viejos amores, el origen, la pertenencia; la historia de lo que uno ha sido y nunca dejará de ser.