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Apuntes en viaje

Composición: Perón y yo

Mientras enhebro estas tonterías me encuentro sentado en la terraza de un café descosido en la terminal central de Tirana.

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Composición: Perón y yo. | marta toledo

Chocaban como dos esferas de acero imantadas que luego de la colisión inicial retroceden solo para agarrar el envión suficiente y proceder otra vez al impacto, de forma más brutal. Disponían los cuerpos como piezas de un contingente turístico que los arrastra por el flujo turbulento hasta depositarlos en el núcleo de un huracán de intolerancia y confusión. La estrategia diseñada en defensa de la preferencia por el vértigo, el encuentro de dos bestias hambrientas que toman por asalto la cocina de un tenedor libre. En ese nudo de intuición donde encontrar los huecos, los vacíos para penetrar cada vez más profundo en ellos, iban chupando lo que el otro dejaba sin remordimiento alguno. El potlatch en el que la distribución de las ofrendas se sucede en la anarquía del desvarío, y los minutos se alargan, tensos y resistentes, antes de cortarse. En la habitación corrían los nervios de la discordia en ríos de electricidad discontinua. La atmósfera ostentaba las hilachas sórdidas de la descomposición. En ocasiones, al verse sobrepasado por la fuerza descomunal del oponente, mi padre abandonaba el carreteo para envolverse en un silencio nocivo, y quedaba así: como si la vida fuese puro dolor de vivir. Las formas extrañas en la administración del amor. 

Mi madre había sido parida en los vapores descolados de la clase baja rosarina. Mi padre, por el contrario, mimado por las sirvientas deambuladoras que exprimían caprichos burgueses en las bóvedas de la extensa casa familiar del pueblo entrerriano. Esos polos en apariencia opuestos compartían, sin embargo, el rechazo (miento: odio) visceral por el peronismo. Mi papá, que era de izquierda, o mejor dicho votaba siempre por la izquierda, pero sin el compromiso militante que correspondería con ese ser de izquierda, detectaba en el movimiento peronista valores innobles incorporados por los desdichados solo por prepotencia de la demagogia y repetía, por ejemplo, que los sindicatos deberían estar en manos del socialismo, como ocurre en Italia. A mi mamá le encantaba contarme historias de otros tiempos, fábulas peronchas que yo engullía  con la confianza de un lactante. Decía que antes que llegaran los militares,  los negros manejaban Torinos con sus lentes oscuros y un brazalete que los envalentonaba; que antes de votar Perón te daba una alpargata y luego de votar, si lo hacías por él y desde luego ganaba, te daba la otra; que los negros que hasta entonces vivían en ranchos con piso de tierra y Perón les regalaba casas, utilizaban la pinotea de los pisos para encender el fuego del asado. La palabra pinotea regurgitaba en mí como el salvoconducto alucinante a esa cosmovisión imposible (de grande, cuando pude comprarme mi primer departamento durante un gobierno peronista, le exigí a la agente inmobiliaria que tuviera piso de pinotea; mi única condición). 

Mi primer gesto de combate contra el peronismo se produjo durante la campaña de Menem en el 89. Con mis compañeros del primer año de la escuela católica a la que asistió Jorge Rafael Videla se nos ocurrió vandalizar un afiche en el que estaba estampada la figura del monstruoso riojano. Descargábamos los borratinta, resaltadores, Liquid Paper, lo que tuviésemos a tiro en nuestra cartuchera para dibujarle pijas en la boca, ojos de demonio, simpáticos bigotillos, dientes negros, y así. En el 99 abracé con devoción la vuelta de la Argentina de bien (eslóganes en loop) y voté a la Alianza; a los dos años me encontré bebiendo a gotas los gases lacrimógenos del Estado de sitio.

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Mientras enhebro estas tonterías me encuentro sentado en la terraza de un café descosido en la terminal central de Tirana; espero ser empujado por el bus 44JUT de la compañía balcánica TisBus hacia Kotor, mi próximo destino en Montenegro. Las mesas plásticas, en disposición coreográfica, escupen los reflejos del disco multicolor que lentamente rueda hacia el milagro de la transformación en la hoguera del tiempo, develando el cielo un avance minúsculo de las estrellas que se escurren en ese momento del día en que se produce la última reserva de luz diurna, la fuga acelerada del friso. A lo lejos se oyen los primeros motores del ocaso ensuciando el silencio. El bar donde me encuentro se llama Perón. Perón en albanés significa andén. Perón en Argentina significa otra cosa.