—Bloom, mírame. Me hundo en una sociedad que sólo exige éxitos. ¡Ayúdame!
—Lo haré, Bialystock. Mira, necesitamos una contabilidad creativa. Imaginemos por
un instante que eres deshonesto, ¿sí? Bajo las circunstancias correctas, podrías ganar más
con un fracaso que con un éxito. Y si supieras que todo fallará, podrías ganar una fortuna!
The Producers (1968), escrita y dirigida por Mel Brooks.
Nunca supe cómo reaccionar cada vez que un madrileño repetía el chiste. “Oye, es mejor
no tomar más argentinos, ¡en tres meses esos tíos pueden ser jefes tuyos!”, decían con un
guiño cómplice que reconocía por igual virtud y voracidad. Así nos ven.
Individualistas por falta, acostumbrados a sobrevivir de crisis en crisis, los nativos
fugados hacia el mundo –cruel, sí, pero ingenuamente normal– agudizan sus sentidos para
avanzar sin considerar demasiado los límites, propios y ajenos. En tanto argentinos, necesitan
quedarse con todo para ser reconocidos. “¡¿Qué van a pensar ahora de nosotros en el
exterior?!”, se escandalizaban el domingo pasado mientras los amables españoles nos birlaban
la Davis. Lo de siempre, muchachos.
En Mar del Plata, lejos de la marginalidad social que suele rodear al fútbol, tenistas,
dirigentes, público VIP y ciertos periodistas dieron cátedra sobre la manera en la que nuestra
bendita clase media se mueve frente al poder; tan winners en la previa, impiadosos después. Guerra
de egos, soberbia, nacionalismo barato, intereses políticos, complicidad, pases de factura en vivo
como suicidio de Malevo; botoneadas, genuflexión hacia el “afuera” y técnica exquisita
para jugar a nuestro deporte nacional: patear al caído. Un papelón absolutamente esclarecedor.
Puaj.
Nos desespera tanto ser primeros que ninguneamos groseramente a los segundos sin reconocerles
mérito alguno. Esto pasará ahora con el pobre Mancini; antes lo sufrieron el fantástico Ermindo
Onega y Reutemann, uno de los grandes pilotos de la F-1. Nos impulsa esa mentalidad provinciana,
tan plena de inseguridades personales que harían la delicia de cualquier terapeuta recién recibido.
Hay que ganar para sentirnos algo o, en todo caso, hacer lo que sea para arruinarle la fiesta al
otro.
Es lo que desean –lo digan o no– muchos hinchas de River: que su equipo no le
reste puntos a Tigre, su rival de hoy, uno de los que pelea el título con Boca. Una nueva
consagración enemiga les suena más humillante que el vergonzoso último puesto que ocupan en la
tabla. La fantasía es regalarse y escupirles el asadito. “¡Estos tipos son tan nabos que
hasta pueden llegar a ganar el partido equivocado!”, se angustian. Quizá se trate de un
acuerdo tácito, de un clamor silencioso. Tal vez, sin falsos pudores, improvisen versos explícitos,
como aquellos que cantaron sus odiados colegas durante el histórico Boca-Oriente Petrolero de 1991
en la Bombonera que dejó fuera de la Copa a River después de un muy pacífico 0-0: “¡Hay que
empatar, hay que empatar, porque si no van a cobrar!”.
De todos modos, los Millonarios están lejos de ser principiantes en estas cuestiones.
Recordemos, si no, el impresentable 1-1 con Argentinos en el Apertura 1997 que dejó primero al
equipo de Ramón, un puntito por arriba del Boca de Veira. Las masas futboleras, omnipotentes,
guiadas por una visión conspirativa de la vida, proyectan en el otro vicios propios y descuentan
que “todo se arregla”. Muchos hinchas de San Lorenzo, por ejemplo, juran que su equipo
se cayó porque Tinelli no puso más plata y los jugadores “fueron para atrás”. Just
business.
Con un Boca también frustrado, River tendrá paz para pensar en caras nuevas. El bueno de
Rodríguez pone voluntad pero nunca estuvo. Habrá que meter mano, urgente. Lo hará el ochentoso
Gorosito, Gallego, Ramón, Cagna el cool, otro Labruna o cualquiera que conozca los laberínticos
pasillos del Monumental. La cosa está complicada en todos lados. Con Ischia en Boca, Llop en
Racing, Santoro en Independiente y Russo en San Lorenzo, la prensa debe hacer magia para mantener
el interés. ¡Cómo vamos a vender victorias, así! ¡Cómo llevar adelante nuestro sacerdocio con esos
grises actores de reparto! ¡Volvé con tu Armani negro, Cholito!
Dos veces al año, los jugadores se indignan. No permiten que se ponga en tela de juicio su
moral y recurren a una de las frases favoritas del medio: “Lo más sano del fútbol es el
jugador”. Puede ser. Lo que a mí me inquieta es esa extraña unanimidad en cuanto llegan los
partidos decisivos, justo cuando se multiplican los rumores de imaginarias valijas repartidas, aquí
y allá. ¡Santo Antonini Wilson, Batman!
“La incentivación no está mal –editorializan, aunque esté prohibida por las
reglas escritas–; si alguien quiere darnos algo extra por ganar, bienvenido sea.”
Traduzco: recibir dinero en negro de un tercero para redoblar sus esfuerzos y cumplir con lo que
debería ser su obligación –un compromiso contractual con el club y otro moral con el
público– está fenómeno. Ay. Prendan el horno que estamos todos, compatriotas.
El nuestro es un pueblo complejo, de verdad. Nos ufanamos de ser únicos. Cazamos las cosas al
vuelo; dominamos el doble sentido y los triples discursos; somos capos con “hambre de
gloria” que fumamos debajo del agua, salvamos princesas, leemos entrelíneas y caminamos en la
lluvia sin mojarnos. Gente muy especial.
Especial con jamón ibérico de bellota o de salame y queso; depende de cómo nos agarren.