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Conspiranoia

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Compraron 18 aviones de guerra en los Estados Unidos; decolarán desde diversas bases en Colombia para bombardear Venezuela y tumbar, así, al gobierno del presidente Nicolás Maduro. No le tiembla la voz, pese a sus 84 años, una edad que en el gobierno de Cristina Kirchner ya lo hubiera consignado a un geriátrico, pero estas denuncias de José Vicente Rangel tienen peso en la Venezuela fantasmagórica de estos años.

Frustrado candidato presidencial en dos oportunidades (en 1973 por los socialdemócratas del MAS y en 1983 por los comunistas), Rangel se zambulló en el experimento bolivariano de Hugo Chávez de cuerpo y alma. Canciller, ministro de Defensa y vicepresidente, sus denuncias son la rutina de un régimen que ha vivido inmerso en un clima de constantes “revelaciones”. Maduro aseguró que el cáncer que mató a Chávez fue inoculado por la CIA y el imperialismo yanqui. También ha dicho que lo quieren matar a él. Todo es denuncia, conspiración, alarma. La quintaesencia del modo de ser bolivariano es pivotar sobre las certezas más tenebrosas. El enemigo acecha y ataca desde diversos y cambiantes frentes: mercado negro de divisas, penuria alimentaria, apagones eléctricos, huelgas. Poderoso, omnipresente, ubicuo y artero, todo lo puede y a todo se atreve. Es el mundo de la “conspiranoia” estructural.

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El régimen de Venezuela, y (por ahora en menor medida) el de la Argentina, se ven cercados como baluartes de un cambio épico a los que pretenden destruir “el imperio” y sus socios nativos. Dupla que asocia certeza (hay una conspiración), con patología psíquica (padecen de paranoia y grave), el neologismo “conspiranoia” calza y anima el sistema de razonamiento del grupo gobernante de la Argentina. Los ejemplos a lo largo de los años son diversos y elocuentes.

La valija con los 800 mil dólares (¿qué se hizo de ellos? ¿Dónde están guardados?) de Antonini Wilson fue, en este prisma, una operación de la CIA. El avión cargado de “drogas” que decomisó Héctor Timerman en Ezeiza fue parte de una ofensiva del Pentágono contra la Argentina. Para Néstor Kirchner, las organizaciones rurales opuestas a las “retenciones” en la exportación de granos eran el símil actual de los “comandos civiles” de 1955 y de los “grupos de tareas” de los años setenta. Es el mismo patrón de conducta: ¿no ha reiterado varias veces el incombustible Julio De Vido que los cortes en el suministro de energía eléctrica se producen cuando los enemigos del modelo “bajan la palanca”?

Entre los conspiranoicos militan psicópatas sin retorno, pero también fanáticos puritanos. En un punto, los Ricardo Jaime y los Juan Pablo Schiavi se alinean en la misma patrulla que los Ricardo Forster y sus colegas de la academia. Todos reportan a un credo inmutable: “Nosotros gobernamos, ‘ellos’ conspiran”. De allí viene la matriz de la “destitución”, heredera de la anciana noción de “contreras”, acuñada por Perón en los años 50. Son vocablos de idéntica prosapia.

En estos diez años de kirchnerismo, el grupo gobernante no ha dejado dudas sobre su adicción a este concepto liminar. Ordena su galimatías ideológico conforme a similares valores, que –con el agregado de la pomposidad caribeña– priman en el chavismo. Se viven como actores excepcionales en pugna descomunal con villanos muy poderosos y capaces de todo. Pero de la conspiración a la paranoia se evoluciona casi sin transición, en un proceso que cuando abandona el principio de verosimilitud ingresa en el embarrado mundo del ridículo. ¿Aviones de guerra tripulados por pilotos “pitiyanquis” para demoler al socialismo del siglo XX? Desde un módico equilibrio mental suena tan absurdo que sería hasta baladí desautorizar la especie. Pero gobierna en Venezuela un hirsuto personaje que reveló que, ya muerto, Chávez le habla al oído encarnado en un simpático “pajarito chiquitico”. El gobierno de la Argentina vive en similar ambiente de sospechas delirantes. Las bestias negras de la conspiración han sido los periodistas, las empresas, la jerarquía católica, los servicios de inteligencia extranjeros y, finalmente, los jueces, el añadido más reciente a los tanques de combustible que alimentan la “conspiranoia” nacional y popular.

Bien entendido, ha habido en la historia de los cambios sociales trascendentes episodios donde no era la paranoia lo que prevalecía, sino la existencia tangible de acciones hostiles contra los nuevos regímenes. La deriva de lo verdadero a lo delirante puede ser sutil, pero existe y resulta poderosamente importante. Tras el demencial ataque terrorista al regimiento de La Tablada en enero de 1989, el presidente Raúl Alfonsín podría haber denunciado la complicidad del sandinismo con esa última algarada sangrienta de Gorriarán y sus secuaces. No lo hizo: no “paranoiqueó”. Supo que fue un ataque desesperado de unos marginales, y nada más.

Ni en Venezuela ni en la Argentina se han producido afortunadamente episodios sangrientos. Hay, eso sí, mucha incompetencia, chapucería, soberbia, corrupción, desorden y voluntarismo, tocante sobre todo a la marcha de la economía de ambos países. Déficit, faltantes, escasez y desarreglos son en esencia producto de la mala praxis, antes que el resultado de acciones de guerra planificadas por el enemigo. La conspiranoia es una afección gravísima que responde al género del más espantoso subdesarrollo. Prolifera en un mundo enrarecido y fantástico, poblado de duendes siniestros y tramas insondables. En ese universo oscuro y despojado de luz, la “culpa” siempre está afuera.

 

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