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Traductores

Costillas, cosquillas, cosillas

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Adán y Eva (Durero) 1507. | cedoc

De todos los trabajos hercúleos, el de la traducción es probablemente el que más me conmueve. En el traductor late un impulso primitivo de desenmarañar de unos fonemas que son puro ruido algo legible para comprender; su tarea es análoga a la de cualquier humano intentando explicar lo inexplicable: el sentido de la muerte.

En el muro de Francesc Sanguino, filósofo valenciano, obtengo las pruebas que hace tiempo me gustaría haber palpado. Parece que la traductora Nuria Barros advierte que una traducción incorrecta de la expresión “la costilla de Adán” en hebreo cambió la historia. En realidad, lo que ocurrió fue que se dio una alteración planificada entre “al costado de” (al lado de Adán) y “del costado de” (de la costilla de Adán). Costado, costilla: supongamos que en hebreo son dos garabatos parecidos (donde no se escriben las vocales) o dos ruidos homófonos llenos de jota. “Y así, Dios creó a la mujer al lado de Adán” y no supeditada a él, o de su costilla, o de su falda, o de su falo, o de su impronta.

De la consonancia con este error acordado socialmente y otros asuntos indiscernibles se nutre La traducción, la nueva prueba teatral de Matías Feldman en el Cervantes, llegada para el asombro definitivo, tal como nos tiene acostumbrados el autor. Luego de probar con cosas como ritmo, público, convenciones, hipertexto o el mero tiempo, Feldman estira el concepto de traducción hacia todos los confines inexplorados del teatro y del mundo. Ya no habla solo del pasaje de un lenguaje a otro (por ejemplo, de la emoción al emoticón) sino que explora los rincones sucios, mal barridos, de esta duplicidad de signos que pone en evidencia que el mundo nunca fue una cosa unívoca sino miles a la vez y que está mal guardado en los sonidos de la boca. La traducción literal, la gramática comparada, la interpretación simultánea (más rápida y lacerante que el pensamiento), el doblaje, la fonomímica, la preeminencia de significantes por sobre significados, el delirio de la pura fonética como adorno del aire, la etimología como una caja de botones coleccionados por un loco, la casualidad, el anagrama: de cada uno de estos cardos que pinchan el lenguaje, Feldman se inventa un ejemplo sensible (sensorial) y escenifica su infantil desconcierto. El séquito de intérpretes (entre los que se encuentran las inefables niñas salvajes de Piel de Lava, en una asociación con la Buenos Aires Escénica de Feldman en la que todos ganan) se muestra como soldados ejercitados en habilidades inauditas. Hacen las delicias de un público mixto como un pueblo, que ríe sin saber exactamente qué le están haciendo en plena jeta, cara, ceca, rostro, sequía, rastro.

La traducción es una obra enorme, ambientada en la Alemania medio marrón y pop de las resistencias setentistas, con argumento y todo (uno que se dispersa entrópicamente en sus propias redes asociativas), una creación total de la que –espero– se hablará como un hito incómodo, un acierto del teatro público, al publicar ideas inusuales, que –si bien no la ejecutan– al menos señalan la revolución como horizonte. No verán sangre aquí, pero si miran con cuidado, los actores han sido sacrificados al delirio en unos ensayos que no sé cómo es que llegaron a buen puerto, a no ser por una creencia loca en cosas suspendidas del aire que fonamos.

A las pruebas me remito: un par de días después de ver la obra, nuestra querida actriz Julieta Vallina nos dejó para siempre. Una muerte inesperada se la llevó en lo mejor de su infinita madurez; se llevó su risa, su belleza, su intensidad, su poesía. Su partida llenó como un tejido (un quejido) nuestras conversaciones; nos hablamos en posteos cruzados como largas despedidas, balbuceos sentidos, incoherentes, de aquello que no podemos ni queremos entender. El jueves una multitud fue a velarla y en nuestro atolondramiento aplaudimos otro coche funerario que salió también en el último sentido del tráfico. No importó; a la muerte que se la llevó no le importó nada, así que aplaudimos todos los coches que salieron y lloramos sobre cada recuerdo feliz de nuestra Julieta. Fuimos una máquina social que intentaba traducir el momento, hacerlo comprensible a la razón. No fue posible. No lo será.

Yo soy el traidor, el que trae, el que tracciona; yo soy el traductor. Feldman lo aclara y lo oscurece: todos somos traductores (intérpretes) de un mundo sin ningún sentido primigenio.