Cuando preparaba su tesis doctoral en la Universidad de Yale, el especialista en psicología cognitiva León Rozenblit ideó un experimento. Detenía a los alumnos en los pasillos y les preguntaba si sabían por qué el cielo es azul o cómo funciona una cerradura cilíndrica. A los muchos que le respondían afirmativamente les retrucaba con una pregunta: “¿Y por qué?”. Y ante la nueva respuesta repetía la sencilla pregunta. Las respuestas eran cada vez más enredadas y confusas y finalmente se descubría que no sabían. Conocido como el “El chico de los porqués”, este test está citado en El gorila invisible, ya clásico libro de los psicólogos del comportamiento Christopher Chabris y Daniel Simons. En la obra, sus autores estudian varias de las heurísticas o sesgos que el pensamiento toma como atajo para, valga la paradoja, dejar de pensar. Respuestas simples a problemas complejos, que terminan por generar la ilusión de que sabemos más de lo que sabemos, así como a debilitar la atención, caer en automatismos, sobrevalorar potenciales y recursos, inflar sin fundamentos la autoconfianza y mitificar la intuición.
De las ilusiones que Chabris y Simons investigan en su libro hay una en particular que podría aplicarse a la actualidad nacional. La ilusión de conocimiento. Creer que se sabe más de lo que sabe sin advertir que estar familiarizado con algo no significa comprenderlo. Podemos ser muy hábiles en el uso de una máquina de coser, una computadora, un celular o un auto, sin entender por qué funcionan ni cómo funcionan. Nuestra habilidad será producto de la familiaridad, debida al uso frecuente. A lo sumo seremos capaces de explicar cómo funcionan, pero no por qué. Si a los economistas, y más aún a los que desempeñan funciones gubernamentales, se les preguntara por la inflación, las inversiones, la deuda pública y otras cuestiones de su especialidad, sabrán explicar cómo se hace para bajarla, atraerlas o administrarla, pero si “El chico de los porqués” apareciera con su preguntita a repetición, es muy posible que lleguen al punto en que no puedan explicar “por qué” esos “cómo” no se reflejan en resultados.
La ilusión de conocimiento puede provocar resultados letales, tanto en el orden individual como en la política, la economía, la ciencia, la psicología o la salud. Se debe a que clausura opciones, limita todo a un plan A sin plan B (si esto se escucha en discursos y respuestas oficiales no es casualidad) y debilita la capacidad de pensar, aceptando que pensar equivale a evaluar, sopesar, comparar, reflexionar, inquirir, dudar. Cuando quienes emiten dictámenes y toman medidas impulsados por la ilusión de conocimiento son gobernantes y funcionarios, se agrega un riesgo. Los cortesanos y otros sectores suelen no contradecirlos, ya sea por obsecuencia, interés, oportunismo o temor. Y los afectados por los errores provenientes de esa ilusión carecen de poder para oponerse (salvo el poder de votar llegado el momento, ejercicio que deberían realizar despojándose a su vez de ilusiones y atajos mentales).
Emparentada con la ilusión de conocimiento está la que el filósofo inglés Roger Scruton denomina (en su libro Los usos del pesimismo) “falacia del mejor caso posible”. Esta consiste en imaginar la mejor posibilidad para llevar adelante un plan o programa, o para resolver una situación, y no considerar ni admitir otras. Muchas veces esto se debe a que se toma como fundamento una experiencia anterior, propia o de otros, y se cree, sin dar lugar a la reflexión o a la duda, que esta se repetirá automáticamente. Esa creencia, apunta Scruton, no contempla los costos posibles del error, porque no admitirá tampoco el error aun cuando este ya esté dejando sus secuelas. La falacia del mejor caso posible conlleva una alta cuota de irresponsabilidad.
No tan en el fondo, ilusiones cognitivas y falacias representan una gran dosis de ignorancia acerca de lo que se pretende saber y una fuerte resistencia al cambio. Y sus costos invisibles y de largo plazo suelen ser aun más graves que los evidentes y presentes.
*Escritor y periodista.