Si se los compara con los episodios horripilantes de otras partes, los crímenes en la Argentina parecieran caracterizarse por una cierta baja intensidad. Suceden, claro, y ha habido en los últimos meses homicidios escabrosos y completamente inexplicables. Ninguna ingenuidad nacional; aquí se mata, y de las maneras más truculentas. Pero cuando de ultramar llegan las crónicas de las decapitaciones (antes perpetradas por los narcos en México, ahora especialidad de los yihadistas en Siria e Irak), una cierta capitis diminutio impregna nuestra psiquis delictiva: esos sí son crímenes de insuperable vileza, muertes que congelan la sangre de quienes nos anoticiamos de ellas. ¿Cómo tiene que ser un asesino para animarse a degollar a un inerme sujeto, arrodillado y sin defensa? Tarea de verdugo, atravesada por una convicción delirante y alucinada.
El hecho de que crímenes varios y delitos menores sean hoy componente casi cotidiano de la agenda argentina se acompaña por un tratamiento por debajo de las graves circunstancias en los medios y su procesamiento desde los centros del poder. Prevalece todavía el eufemismo obsceno de hablar de “inseguridad”, cuando se trata de criminalidad pura y dura, pero el poder político no se priva ni por un instante de abordarlos con mirada petulante y ánimo de ganancia política inmediata.
Los episodios que protagoniza cada semana Sergio Berni son la muestra más acabada de una desoladora falta de seriedad política. El intercambio de acusaciones y el deslinde de responsabilidades son su eje, a lo que se agrega un componente político inefable; para el Gobierno lo que sucede en la Ciudad de Buenos Aires forma parte de una realidad extranjera, como si se tratara de cuestiones acaecidas en tierras de ultramar.
Al preguntarse recientemente qué es exactamente el crimen y por qué sucede, la BBC de Londres apela a la definición del Diccionario de Oxford (“un crimen es una acción u omisión que constituye una ofensa punible por la ley”). ¿Quiere decir que podemos hacer cosas equivocadas que no son un crimen? ¿O cosas “correctas” que sí lo son? Conclusión: crimen es un tema legal, no una opinión. Hay acciones que eran delito hace dos generaciones y ya no lo son. Cuando un avión está aterrizando en un aeropuerto argentino, la tripulación anuncia que no está permitido fumar durante el descenso de la aeronave y hasta salir del aeropuerto. Advertencia obsoleta. Hace muchos años que fumar dentro de y cerca de los aviones está completamente prohibido por la ley. ¿Acaso nos dicen antes de bajar que no podemos asesinar a nadie en la escalerilla? En sistemas democráticos, la ley es de cumplimiento obligatorio y al final del día siempre podrá ser reformada por las instituciones representativas. La Argentina no funciona así; prevalece aquí la convicción furibunda de que lo importante es sancionar una norma, que frecuentemente no es reglamentada o directamente permanece como letra muerta, formalmente vigente pero vitalmente esterilizada. En términos muy convencionales y básicos, la penalidad para castigar un delito es función de la gravedad de la infracción, específicamente si son hechos violentos, con o sin pérdida de vidas.
Pero si las causas del crimen son complejas, la definición de la BBC admite que para la mayor parte de la gente la pobreza, el abandono de un niño por sus padres, la baja autoestima, el alcoholismo y las drogas se conectan e interrelacionan para explicar por qué hay gente que delinque, resultado aparentemente ineluctable de las circunstancias de su vida. Conservadores y progresistas difieren en el peso específico de las responsabilidades, ya sea porque los primeros consideran que delincuente es quien se ha propuesto serlo, mientras que los otros sostienen que el infractor es un mero resultado de la pobreza y de la injusta distribución de la riqueza. Una legítimamente exitosa definición del ex primer ministro británico Tony Blair (“debemos ser duros con el crimen, y duros con las causas del crimen”) define de manera impecable un asunto de relevancia mundial, no una rareza argentina. Acá lo curioso es que la temática criminal es una débil plastilina en manos de los protagonistas de las decisiones políticas, habitualmente caracterizados por su incompetencia profesional y/o por su vínculo con variadas formas de la complicidad con la delincuencia. Esta semana, Alejandro Granados les pidió a los nuevos cadetes de la Policía Bonaerense que “entierren” a la mítica fuerza de seguridad característica de la mayor provincia argentina. Enhorabuena: Granados pertenece al movimiento que conduce políticamente el distrito desde hace 27 años sin interrupciones: el peronismo. ¿Enterrar lo que se consolidó durante tres décadas bajo ese liderazgo no será demasiado pedirles a los educandos policiales?
En la Argentina, la noción de delito se asocia desde hace mucho con la sospecha casi ilevantable de que poseer patrimonio es un hecho culposo que coloca al sospechado en los arrabales de la condena terminante. Se trata de una trapisonda más del sedicente anticapitalismo criollo: ya que no podemos certificar seriamente la comisión de un crimen, embadurnemos a todos por igual si les ha ido patrimonialmente bien. Es evidente que los 55 millones de pesos declarados como bienes propios por Cristina Kirchner son una parte seguramente muy menor de su patrimonio real, pero habría que ser muy cuidadoso al asociar sospecha fundada con certificación de un delito. Claro que cuando se toma nota de que Héctor Timerman declara ser homeless (jura carecer de techo propio), las ganas de identificar mentira con impunidad en el poder son imbatibles.
En muchos casos, el reclamo de decencia y honestidad en la política se ha ido tiñendo en la Argentina de suspicacia eterna por el mercado y desdén por la iniciativa de los individuos, un socialismo necio que se escandaliza por las evidencias de la hipocresía ideológica, pero no puede resolver los desafíos de la criminalidad tangible y cotidiana.