Las nociones tradicionales sobre “autoría” han sido objeto de diferentes lecturas e interpretaciones dentro de las investigaciones sociosemióticas hipermodales en la era digital. Con los sistemas disruptivos basados en aprendizaje profundo e inteligencia artificial, el modelo pragmático del autor se muestra sensiblemente insuficiente para explicar la dicotomía “autor/diseñador”, puesto que ya no puede ser entendido como una entidad o “persona natural” sino que responde a nuevas “formas inteligentes” capaces de autogenerar contenidos, como una canción, un poemario, una obra pictórica, un artículo periodístico, e incluso seleccionar contenidos para la toma de decisiones, lo que requiere un estatuto identitario diferente.
Así, el potencial de autoría se encuentra en la transición hacia un nuevo paradigma o concepción de las entidades artificiales inteligentes, cuya configuración nos lleva a repensar la noción de agentividad/autoría con la consiguiente resignificación de la definición de “autor” y la posibilidad de extender la propiedad intelectual a los robots como sujetos de derecho y obligaciones capaces de crear una obra, lo que implica un reto a nivel jurídico así como sociológico.
En este escenario, es preciso observar la Ley de Propiedad Intelectual 11.723, que considera autor a la “persona natural que crea una obra literaria, artística o científica” (sin perjuicio de que personas jurídicas puedan ser beneficiarios o sujetos de derechos económicos); por lo tanto, un software inteligente no podría concebirse dentro de esta categorización de persona natural, ni su obra o creación exhibir un derecho de autor. Por otra parte, la obra debe reunir un requisito fundamental para ser objeto de propiedad intelectual, esto es, la originalidad, que hace que la obra sea única, diferente y novedosa respecto de las demás creaciones del ser humano.
Pero entonces, si vamos a un ejemplo concreto y justamente considerando este aspecto “inteligente” de esta entidad que es capaz de aprender y escribir una novela luego de haber leído cientos de textos –como es el caso de Shelley,‒un robot escritor desarrollado en el MIT– o crear una obra de arte luego de analizar trabajos de reconocidos maestros del arte barroco o renacentista, ¿cabría la posibilidad de asignarle la titularidad o derecho de autor a esta forma de inteligencia artificial? Aquí nos detendremos en dos aspectos focales que abren el debate jurídico-filosófico: ¿son estas inteligencias artificiales capaces de aportar suficiente novedad de manera profunda y radical como para adquirir un nuevo estatus de “persona tecnológica”? ¿O ser reconocidas como entidades metacognitivas independientes con una intencionalidad?
No hay una única respuesta. Ya en Apocalípticos e integrados Umberto Eco nos muestra una figura contrapuesta de dos modelos de cultura. Si extrapolamos el significado de esta obra a nuestros días, observaremos dos concepciones que se ajustan perfectamente al eje de la reflexión aquí esbozada: los apocalípticos como escépticos que rechazan la idea de que un software posea habilidades pseudohumanas, que puede rediseñarse a sí mismo y, por ende, carente de derecho, y los integrados, que abrazan el cisma tecnológico y la redefinición de inteligencia artificial redimensionándola y asignándole una personería jurídica como dueña material de su propia producción, tal como sostiene Simon Colton, un “ente creativo”, o como predice Raymond Kurzweil, una “forma”, una “mente” con una inteligencia superior a la de los seres humanos, que mediante mejoras tecnobiológicas podría realizar todas las tareas intelectuales humanas, sería emocional y autoconsciente, con un pensamiento moral, y en el que finalmente la línea entre lo humano y la máquina se difuminaría como parte de la evolución tecnológica.
*Lingüista.