Extraño el marzo de hace dos años, cuando todos los diarios habían liberado sus contenidos periodísticos para que mejor administráramos nuestro tiempo al ritmo de las incertezas pandémicas.
Después, la voracidad de las empresas periodísticas volvió de forma redoblada, lo que complicó mis rutinas informativas.
Prefiero leer los diarios en la computadora. Lo primero que hago es borrar las cookies de Clarín, La Nación y (ay) PERFIL, el diario con el cual colaboro pero que no me brinda ningún acceso privilegiado. Así, el navegador queda limpio de rastros previos y puedo enterarme de lo que pasa en el país. Página/12, por fortuna, no me exige ese paso. Lo segundo es determinar (por la estructura de los titulares), cuáles notas han sido levantadas del sitio de la BBC, al cual se ingresa sin restricciones. Con el tiempo, ya tengo un sexto sentido para darme cuenta de ese detalle que me ahorra varios clics (y el consiguiente borrado de cookies).
Si he decidido desayunar en la cama el asunto se complica porque las aplicaciones telefónicas de los diarios son bastante más difíciles de domar. Lo que hago en esos casos es tipear en el navegador del celular, previamente depurado, los títulos que me interesan. Un fastidio.
En todos mis dispositivos tengo instalados bloqueadores de publicidad (Il Manifesto y La Vanguardia, por lo tanto, son inaccesibles) porque detesto que me promocionen galletitas cuando trato de informarme. Esa es mi guerra cotidiana en favor de la libre circulación de noticias.