COLUMNISTAS
Arborescencias

Despegando del suelo

Cambiar la letra de una canción es una forma de hacerla propia, anotarla así la primera vez que la escuchamos. El error suele pasar inadvertido, ventajas de la musicalidad o la homofonía. Supongo que a varios les ha ocurrido en la infancia, cuando estrenamos palabras, no siempre acertadamente, pero la cuestión es estrenarlas, luego se van acomodando. Un ejemplo, “azul un ala” de la canción Aurora, muchas veces convertida en “azulunara”, según el frío o la fiaca.

Con el tiempo se puede hacer un esfuerzo, respetar al autor recuperando la letra original. Sin embargo, hay un tema que no consigo corregir. La Balada para un loco, que me disculpen Piazzolla y Ferrer, me sale en callecitas. ¿Culpa de la casa de Arenales del tercer verso o de la luna rodando por Callao? Qué sé yo…

Para mí siempre serán “Las callecitas de Buenos Aires” (y no las tardecitas), porque tienen ese “qué sé yo, ¿viste?” de los primeros versos. Lo acabo de confirmar recorriéndolas en bicicleta. Y en noviembre, es como si vivieran, serpenteantes y repletas de aromas nuevos. Son los árboles. Sostienen la ciudad en varios sentidos: la expansión de sus raíces, la respiración de las copas.

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No rodaba por Callao, ascendía por Aráoz, cuando de repente, no “detrás de un árbol”, sino de un auto, se apareció un árbol. Podrían haber sido los escasos segundos que requiere un accidente. Esa frase terrible y genial de Borges, “ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones”. Porque durante por lo menos tres segundos, la respiración me impidió mirar. Tuve que cerrar los ojos para contener el aire. No podía soltarlo, demasiado embriagador. Era el tilo. Los eflujos de los tilos de Buenos Aires. Por suerte, ni una moto, y la esquina libre para cruzar, apenas entreabriendo los ojos. Enseguida el mudo lila. Los jacarandás. ¡Cuánta fosforescencia! Esta vez abrí los ojos; absorber el violáceo, aunque María Elena Walsh los haya nombrado celestes. Otra canción, letras de la ciudad.

Sin saber ya cuál cantaba, se impuso el fulgor de las magnolias, tan carnosas y perfumadas. ¡Qué fácil es despegar del suelo por unos segundos!