Se sea o no creyente, solo un milagro puede explicar que el jueves 26 de noviembre de 2020 no se hubiera producido una masacre en las calles argentinas. Otra más.
No había que ser vidente ni Premio Nobel para darse cuenta del gran riesgo que implicaba la organización del multitudinario sepelio de Diego Maradona en la Casa Rosada.
Fuentes oficiales admiten que el ofrecimiento de Alberto Fernández a Claudia Villafañe mutó de acto generoso a irresponsable cuando la familia del Diez eterno impuso que el velorio durara apenas 10 horas. Estaban en su derecho, claro. Y también el Gobierno de retirar su ofrecimiento en pos de la seguridad pública y sanitaria.
La mezcla de demagogia y voluntarismo hizo el resto. Todos los intentos oficialistas de convencer a la ex esposa y a las hijas mayores de Maradona fueron en vano. Apenas la intervención de Cristina Fernández de Kirchner consiguió estirar tres horas el final de la ceremonia, extensión que se truncó ante el estallido de los incidentes.
Los primeros signos de violencia surgieron en la Avenida de Mayo y en la calle Bernardo de Irigoyen, cuando la Policía de la Ciudad empezó a cumplir la orden del comando de coordinación de Presidencia de frenar el ingreso de personas a Plaza de Mayo, ante la inminencia de que no iban a llegar a despedir al astro. La fila llegaba hasta Constitución, una marea humana de unos 3 kilómetros.
Algunos manifestantes empezaron a atacar a los efectivos policiales, que registraron una docena de heridos en sus filas, quienes reaccionaron con varias detenciones.
Esos episodios despertaron la ira tuitera del ministro del Interior, Wado de Pedro, que abandonó su tono contenedor y componedor para lanzar una diatriba inusual contra el enemigo más buscado por un sector del oficialismo: Horacio Rodríguez Larreta.
Acaso la filípica ministerial intentó enmascarar el caos que se vivía ya por entonces no solo en las calles del centro porteño, sino, sobre todo, en la mismísima Casa Rosada.
Barras bravas y violentos varios comenzaron a trepar las rejas de la Casa de Gobierno y a ingresar al lugar del velatorio ante la pasmosa mirada de gendarmes y policías aeroportuarios y federales. Para dispersarlos, alguien dio la orden de tirar gases lacrimógenos en el acceso de Balcarce 50, que ingresaron al interior del edificio y obligaron a resguardar al Presidente. Un intendente del Conurbano se mantuvo cerca del féretro ante el temor de que algunos de los intrusos intentaran abrirlo o directamente llevárselo. Locura total.
La situación se controló tras una hora de altísima tensión y sin que corriera sangre. La ceremonia velatoria se terminó de manera abrupta, y la idea de que el cortejo fúnebre se dirigiera por Avenida de Mayo y por la 9 de Julio para que la multitud lo despidiera desde la calle trocó a salida rápida por Paseo Colón. El horno no estaba para bollos.
En su enésima entrevista radial, el Presidente aseguró el viernes sin carraspear que en la Casa Rosada no había pasado nada. Curioso, porque al mismo tiempo estallaban los pases de facturas internos contra Sabina Frederic, ministra de Seguridad, y Julio Vitobello, secretario general de la Presidencia, apuntados como máximos responsables del descontrol en la sede gubernamental. No se descarta que ruede alguna cabeza allí en lo alto o en las segundas líneas.
Con antecedentes como la llegada de Perón a Ezeiza en 1973 o el desquicio represivo de diciembre de 2001, suena milagroso que no estemos hablando ahora de otra tragedia. Será que Dios es argentino. A veces.