Asumió Donald Trump, sembrando el planeta de inquietudes. Gobernará una sociedad que sufre una grieta tan profunda como las que más, acosada por parecidas incertidumbres a las que afectan al resto del mundo. Al mismo tiempo, en Davos, el mayor conjunto de decision-makers que inciden en la economía capitalista mundial se interroga sobre el futuro de la globalización. La Argentina, una vez más, se presenta allí a exponer su caso. Puede afirmarse que el futuro que seguirá a estos hechos que configuran el presente es, literalmente, incierto. Todos los escenarios son equiprobables.
Sobre lo que ya pasó casi todos tenemos una opinión. El interrogante mayor es anticipar qué pasará. En los hechos, cada uno define el horizonte de futuro que le interesa; para unos es un horizonte cercano –por ejemplo, el calendario electoral que se avecina–, para otros es un horizonte de largo plazo, donde lo que está en juego es el perfil de la sociedad argentina. Ese futuro incierto para algunos cobra formas políticas, para otros está referido a la situación económica, o a la laboral, o aun más a la personal. Muchos políticos se preguntan qué harán en octubre próximo –en la elección legislativa– y algunos ya están pensando en la elección presidencial de 2019. Los inversores necesitan anticipar el contexto argentino, plagado de incertidumbres. El Gobierno en estos días habla de esos dos futuros: el de corto plazo, octubre próximo, donde busca mejorar su posición en el Congreso, y el de largo plazo, donde está en juego qué país podemos aspirar a tener. Para el corto plazo son importantes las alianzas electorales, la nominación de los candidatos, el juego político cotidiano. Para el largo plazo, lo decisivo es tener claros los objetivos y adoptar decisiones adecuadas.
Si se atiende a las indicaciones de las encuestas, puede decirse que este primer año del gobierno de Macri es un set que terminó empatado; el desenlace, el tie break, se producirá en octubre próximo. Para quienes reivindican el gobierno de Cristina de Kirchner es un buen resultado: el gobierno de Macri no ha avanzado demasiado y Cristina sigue siendo la principal opción opositora. Para quienes confían en una renovación de la vida política, este resultado es bueno; una derrota en el primer set hubiera anticipado un final previsible del nuevo gobierno, y eso no ha sucedido; por el contrario, al sentarse las bases de un orden económico más traslúcido y de una mejora de la calidad institucional del país, pueden abrigarse expectativas optimistas con respecto al próximo año.
En cuanto al futuro de largo plazo, en la Argentina, dentro de la diversidad de visiones y de proyectos de país, hay un núcleo común a casi todos los sectores políticos y sociales: una coincidencia sobre la necesidad de lograr que la economía argentina crezca más vigorosamente y a la vez que la distribución del ingreso mejore sustancialmente. Sobre cómo hacerlo no hay acuerdo: una parte de la sociedad pide insistir con las viejas recetas que no funcionaron; otra parte espera enfoques renovados, pero no hay mayores coincidencias acerca de cuáles son.
El Gobierno no deja de lado los objetivos electorales del cortísimo plazo, pero ha empezado a tomar la iniciativa en algunos temas críticos que hacen al futuro de largo plazo.
Lo hace con su estilo ya conocido, poco estructurado, proclive a avanzar despacio y negociar cada paso. Se espera que los cambios en el gabinete estén orientados no sólo, como se dice, a “reforzar la homogeneidad”, sino también a definir más claramente los focos prioritarios en las políticas de gobierno. Junto con la gran diversidad de comentarios de corto plazo que abundan en todos los medios de prensa y en los análisis más especializados, aparecen algunos aportes que van trazando coordenadas para pensar el largo plazo.
Hace pocos días, en una columna publicada en La Nación por Eduardo Levy Yeyati y Martín Reydó, el acento está puesto en la imperiosa necesidad de que “la Argentina eleve la calidad de sus trabajadores”. Generar empleo será cada vez más difícil, y tanto más así cuanto más se estimule el desarrollo de una economía de mayor productividad y, en definitiva, más competitiva.
Es un desafío mayúsculo, que posiblemente remite a la esfera de las decisiones locales y a focos en actividades productivas más intensivas en mano de obra, pero generadoras de alto valor agregado –una ecuación que habitualmente se traduce en “desarrollo local”–.
En esa línea, en Clarín, días antes, Luis Rappoport insistió en el tema refiriéndose específicamente al Fondo Federal Solidario (Fofeso) como opción para financiar infraestructura e inversión productiva. En pocas provincias y municipios –sostienen– existe gestión del desarrollo. Pero ese desarrollo local debe ser tarea de las provincias y de los municipios, sus gobiernos, sus empresas, sus universidades y sus instituciones.
En esa perspectiva, no solamente el desarrollo productivo local puede ser apropiadamente estimulado, también pueden surgir respuestas a los grandes factores que presumimos contribuyen a los dramas de las inundaciones y los incendios que están diezmando parte del territorio. Eso coloca al tema de la infraestructura en el centro de las estrategias de desarrollo. La Argentina es un territorio demasiado expuesto a catástrofes naturales que podrían ser previstas o neutralizadas con una adecuada inversión en infraestructura.
Esas líneas de pensamiento confluyen en una visión de un país posible, desarrollado y sustentable, más articulado que hasta ahora desde los ámbitos de los gobiernos locales.
Dando rienda suelta a la imaginación, uno puede imaginar un país más equilibrado demográficamente, donde focos de atracción locales –acompañados de una puesta al día efectiva en materia de infraestructura comunicacional y tecnológica– empiecen a descomprimir el hacinamiento poblacional en las áreas suburbanas centrales. ¿Será algo así lo que imaginan quienes dan respaldo a las buenas expectativas que las encuestas de opinión recogen?