Forzado por las circunstancias y luego de dos años de fugar hacia adelante, el Gobierno puso primera y busca lograr un arreglo con el Fondo Monetario Internacional antes de que finalice el año. Para ello el equipo económico debe primero convencer al staff del Fondo acerca de las bondades de su programa económico, y una vez conseguido ello, lograr que antes de fin de año el Congreso avale lo que se haya acordado con el Fondo, no solo por el pedido de consenso de parte del organismo, sino también por el requisito autoimpuesto por el Gobierno en la ley de fortalecimiento de sostenibilidad de la deuda pública.
Todo ello en el contexto de una lenta pero persistente caída de reservas que no hace más que agudizar la necesidad de lograr un acuerdo con el Fondo. Sellado el entendimiento técnico con el staff del Fondo y con el visto bueno del Congreso, el directorio del organismo aprobaría durante enero el programa con la Argentina. El plan del Gobierno es ambicioso y desafiante a la vez.
La estrategia para esta negociación a dos bandas parece por momentos resumirse en presentar a sus dos contrapartes –el Fondo y Juntos por el Cambio– dos contratos de adhesión, es decir ofertas bajo el formato “tómalo o déjalo”. Bajo esta lógica el FMI debe refinanciar la deuda de Argentina con el organismo debido al “pecado original” del programa stand-by de Macri. El pedido del Gobierno de que el directorio del FMI trate y publique la evaluación ex post del programa de 2018 va en ese sentido. La fortaleza negociadora en la que confía el Gobierno es el volumen de la deuda con el organismo. En términos económicos, si la Argentina entrara en atrasos con el FMI, un escenario de baja probabilidad a pesar de los obstáculos que hay por delante, el país tendría bastante más para perder que el Fondo. Este, sin embargo, probablemente pagaría un costo en términos de reputación. Finalmente, el Gobierno confía en la “paciencia estratégica” de los accionistas más poderosos del Fondo respecto de la Argentina. Ello permitiría superar las objeciones técnicas del staff hacia el arreglo “light” que parece buscar el Gobierno. La misión del equipo económico que viajará a Washington esta semana será una verdadera prueba de fuego para la estrategia gubernamental.
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Si la misión es exitosa y logra convencer al staff del Fondo de las bondades del programa plurianual que el presidente Alberto Fernández anunció tras la derrota en las elecciones legislativas del 14 de noviembre, el Gobierno deberá enfrentar el segundo desafío: lograr el aval a nivel doméstico para lo acordado con el FMI. Ello no solo involucra obtener el apoyo de la principal fuerza de oposición, Juntos por el Cambio. Primero deberá alinear a los propios. La ambigua misiva de la vicepresidenta da lugar a múltiples interpretaciones. Si el Gobierno pretende forzar el apoyo a libro cerrado de las bancadas de Juntos por el Cambio en ambas cámaras del Congreso, primero debe lograr alinear a sus propios legisladores. En la epístola vicepresidencial, Cristina Fernández de Kirchner por un lado pretendió deslindar cualquier responsabilidad respecto del acuerdo por venir, pretendiendo que sean el Presidente, el hombre de la lapicera, y Juntos por el Cambio, los vencedores de la elección legislativa de noviembre, quienes carguen con el costo político de un programa del FMI. Difícilmente la “madre de la criatura” que es el Frente de Todos pueda desvincular su suerte de la del Presidente y del Gobierno. Cristina Kirchner y Alberto Fernández serán socios en las ganancias y en las pérdidas. La vicepresidenta a su vez marcó los límites de un eventual programa utilizando las propias palabras del Presidente. La pregunta del millón tanto para el FMI como para los inversores que siguen atentamente las negociaciones es “¿Apoya Cristina la negociación?”. La respuesta que surge de la carta parece ser un “sí, pero…”.
Asumiendo que el Gobierno logra alinear a su propia tropa, Juntos por el Cambio enfrentará un dilema. La estrategia del Gobierno respecto de la principal fuerza de oposición no difiere sustancialmente de la usada con el Fondo. Dado que a ojos del oficialismo en 2018 la actual oposición fue “parte del problema”, ahora debe ser parte de la solución. ¿Cómo? Votando a libro cerrado el Presupuesto 2022 en tiempo récord y aprobando el plan plurianual de Guzmán. Es evidente que el plan plurianual de Guzmán será un regalo envenenado para Juntos por el Cambio. La zanahoria para la oposición es que el programa despejará los vencimientos
con el Fondo para quien asuma el gobierno en diciembre de 2023. Si Juntos no apoya, el Gobierno acusará a la principal coalición opositora de irresponsable y le endilgará el costo de “empujar a la Argentina al default con el Fondo”. Y si apoya sin cuestionamientos el contrato de adhesión que propondrá Guzmán, compartirá el costo con el Gobierno.
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Si la postura frente a un eventual arreglo con el FMI divide a Juntos –cuyos líderes en las últimas semanas parecen haber estado ocupados en “vender la piel del oso antes de cazarlo”–, mejor aún para el oficialismo. ¿Cómo debería enfrentar Juntos este dilema? Básicamente no entrando en el juego que propone el Gobierno. Si el Frente de Todos esperó dos años para negociar contra reloj y contra las cuerdas un arreglo con el FMI, a sabiendas del cronograma de pagos con el organismo, ¿por qué debería la oposición apurarse y aprobar sin discusión el Presupuesto y el programa plurianual de Guzmán?
Si el rol de la oposición es ejercer la función de control sobre el Ejecutivo desde el Congreso, nada parece menos compatible con ello que la idea de discutir y aprobar la “ley de leyes” en tan solo dos semanas. Sería paradójico que el Congreso, con la nueva composición surgida de las elecciones del 14 de noviembre, funcione como una escribanía del Gobierno o como un sello de goma.
Las próximas cuatro semanas serán en este sentido una prueba crucial para el juego a dos bandas planteado por el Gobierno y un verdadero desafío para la cohesión de Juntos por el Cambio.
*Politólogo (UCA-Ucema).