La entrada al laberinto me es irresistible: el espectáculo se llama con una palabra mallorquina que no han podido traducir del todo al castellano: “Acorar”. Son esas palabras que se resisten a los imperios vecinos, que les hablan a las familias de un solo sitio y en voz baja. Estas palabras son un imán: no importa de qué lengua provengan, no puedo dejar de atender a sus motivos. Viene de “cor”, que es corazón, y es –más o menos– meter el “acorador”, el cuchillo de carnicero, en las entrañas del cerdo. ¿Para qué? Para fundar un pueblo, una identidad, un embutido, un destino: la sobrasada. El alimento nacional. El que te separa de los otros y te pone en los mapas de este mundo.
Toni Gomila, autor e intérprete, oficia de insólito embajador de Manacor, en las remotas Baleares, y usa la excusa de un tema diminuto (la mallorquinidad) para construir una caja de resonancia estridente para el verdadero asunto: la globalización.
Pero en vano es hablar de un espectáculo conmovedor que ya nadie podrá ver por aquí; considero más oportuno poner el foco en cómo llegó a nosotros. Los inquietos muchachos de Timbre 4 hacen por quinto año consecutivo su Festival de Temporada Alta, que esta vez reúne no sólo obras de España (Cataluña, Extremadura, Galicia y Baleares) sino también de Chile, Perú y Uruguay, cuya vecindad no garantiza para nada las chances de ver su teatro en Buenos Aires. Timbre 4 tiene que no sólo hace confluir las ramas de lo diverso en un solo vértice, sino que además lo hace en el formato amoroso del teatro independiente, lejos de las estridencias y las políticas de visibilidad del telón de terciopelo o la gala de falsa etiqueta rimbombante.
Hay obras, como las de Gomila, que sólo pueden acorarte si lo hacen lenta y suavemente, como un susurro musitado en la rara lengua remota de unos otros, en el discreto encanto de aquello que puede desaparecer con un plumazo o con un diccionario normativo. Celebro a la gente que concibe al teatro con esta intimidad.