Si en la actual carrera presidencial se aparta la pertenencia a partidos o coaliciones para atender a los estilos y las propuestas de los candidatos, pueden distinguirse tres espacios: los radicalizados o duros (el ala derecha del PRO y los libertarios), los moderados (la otra parte del PRO, los radicales a pesar de sus divisiones, la Coalición Cívica, el peronismo federal, otras fuerzas menores y muchos gobernadores, atados al realismo por requerimientos de la gestión). El tercer espacio es el Frente de Todos, hegemonizado por un kirchnerismo crepuscular, que busca salvarse de la hecatombe con recetas que repudia, pero que termina aceptando por temor a la ingobernabilidad. Con esos pasivos, más un horizonte económico desolador, está prácticamente descartado para retener el poder.
Estos estilos divergentes le hablan a una sociedad desencantada y enojada. Una sociedad que irá a votar, por primera vez en cuarenta años de democracia, sin expectativas positivas sobre el futuro. Los candidatos se dirigen también a la estructura de poder propia del sistema, donde conviven los partidos, que deben renovar cada dos años su vigencia, con las corporaciones, que son perdurables y no están sometidas a los apuros de la alternancia. A las corporaciones debe sumarse un nuevo fenómeno sociológico político: los movimientos sociales, representantes más o menos orgánicos de los trabajadores precarios y de los desocupados. Poseen gran capacidad de movilización; ocupan las calles conteniendo, y tal vez manipulando, a los más vulnerables.
En principio, el estado anímico de los votantes ofrece una ventaja a los duros, que no sabemos aún si será decisiva. De hecho, si se contabiliza la intención de voto según los espacios mencionados, se observa que ellos reúnen el mayor porcentaje. La explicación salta a la vista: el mensaje de los radicalizados, como se ha visto tantas veces en la historia, calza como un guante con el rencor social. El sentimiento de humillación que lo origina es revolucionario, y esta vez lo canaliza la derecha. El pueblo quiere destronar a los que sus representantes le señalan como culpables: los que tienen poder y privilegios. Por eso, los duros utilizan con éxito los infinitivos de la destrucción: incendiar, demoler, dinamitar. “Acabemos con ellos” es el mensaje falaz que adoptan. Trazaron otra vez la línea entre explotadores y explotados, origen de la razón populista según explicó Laclau.
Ante este panorama, el problema lo tienen los moderados, cuyo apoyo electoral permanece estancado. Deben resolver un dilema dramático: cómo dirigirse a una sociedad atravesada por la ira con convicciones en definitiva racionales y realistas. Si le dicen a la gente enojada que, dadas las condiciones sociológicas y políticas, la salida de la Argentina pasa inevitablemente por una negociación, obtendrán rechazo antes que apoyo. Con el poder no se negocia, dirán los duros. Si los moderados pretendieran emularlos en su carrera destructiva, descuidarán los logros de sus gestiones de gobierno y tampoco serán elegibles. Como votar es gratis, es probable que los electores prefieran el original y no la copia. La primera marca prevalece sobre la segunda. Y aquí los libertarios se están llevando la parte del león en detrimento aun de la derecha del PRO, que es su cómplice.
El hecho de que la proximidad con el poder modera la radicalidad de las propuestas –el famoso “teorema de Baglini” en lenguaje coloquial– tampoco favorece a los moderados. Al cabo de una situación de enorme frustración social debida a una hiperinflación, el cinismo de Menem consagró aquello de “si les decía lo que iba a hacer no me votaban”. Esa patraña reaparece ahora, en una situación de frustración similar: los duros no le dicen a la gente lo que probablemente, deberán hacer si alcanzaran la presidencia –negociar de alguna manera con los factores de poder– sino lo que quiere escuchar: dólares en el bolsillo en lugar de pesos, castigo a los culpables. Los libertarios seguramente responderán: nunca resignaremos nuestra propuesta. Se enfrentarán entonces a una ardua disyuntiva: negociación o riesgo de ingobernabilidad. Si llegaran, serán políticamente débiles, con un líder que contará con una porción del electorado, minoría legislativa y un carisma que empezará a desgastarse en cuanto se calce la banda presidencial.
Pero eso es posterior e incumbe a los duros. Volviendo a los moderados: es probable que representen a la otra mitad del electorado, en una competencia que se mantendrá polarizada. Pero las PASO, según los datos disponibles, se están convirtiendo para ellos en un escollo difícil de superar. La mayoría no concurre a votar en las primarias para elegir candidatos dentro de coaliciones o partidos, lo hace como en un comicio más, prefiriendo a los que considera más atractivos entre las boletas que encuentra en la mesa. Y los que seducen, como venimos sosteniendo, son los radicalizados, aun con sus promesas oportunistas de improbable cumplimiento. Urge para los moderados, por lo tanto, construir un mensaje sugestivo. Tal vez el contenido deba combinar tres ingredientes: rebeldía, pasión y perseverancia.
A propósito, concluiremos con una breve digresión filosófica, cuya inocultable pretensión es ayudar a los que repudian los extremos. La rebeldía, según Albert Camus, apela a la conciencia de los límites y a la mediación entre las antinomias morales. Por eso, el jacobinismo representa para él “un embaucamiento repugnante”, al poner la ideología por encima de la realidad. “La mesura, frente a este desorden, –escribe Camus– nos enseña que toda moral necesita una parte de realismo: la virtud enteramente pura es mortífera; y que todo realismo necesita una parte de moral: el cinismo (también) es mortífero”.
La pasión que requieren los moderados acaso no es otra que la razón apasionada, en la línea de Spinoza: un deseo tenaz que se abre paso, modulado por la razón, pero no limitado por ella. El carisma de la democracia, cuando ésta se refundó hace cuarenta años, poseía esos atributos: un ansia de libertad dispuesta a zanjar las diferencias con diálogo y escucha. Tal vez los moderados debieran hacer brillar de nuevo esos valores.
Resta la perseverancia. Es el atributo de los que no cejan, esperando su oportunidad. Porque si éste no fuera el momento de los moderados, ellos deberían aguardar, junto a una sociedad otra vez burlada, el final del experimento radicalizado. Es probable, entonces, que la nueva frustración que viviremos torne a la mesura una virtud imprescindible.