La última semana marcó una nueva fase en la degradación del sistema de gobierno en la Argentina. Al menos cinco factores muestran la caladura y el desenlace probablemente desafortunado de este ciclo: devastadora crisis económica, enorme resentimiento social, un Presidente pulverizado, división feroz en la oposición, y desorientación en las corporaciones, que no atinan a saber cómo defenderán sus intereses en un escenario semejante. A eso debe sumarse un fenómeno novedoso, que es consecuencia de lo anterior y agrega temor e incertidumbre: el ascenso, en apariencia irrefrenable, de la nueva derecha populista, que promete reformular con impronta autoritaria las reglas de juego de la democracia.
Observando este drama, podría decirse como en la calle: “se pudrió todo”. Uno de los tópicos literarios de la descomposición política, que remite a esa expresión, es la tan citada frase de un personaje de Hamlet, cuando dice: “Something is rotten in the state of Denmark” (“Algo está podrido en el estado de Dinamarca”). Es la declaración de un testigo del palacio, ante lo que ve: divisiones, disipación, egoísmos, temas recurrentes en Shakespeare. No se considera a Hamlet una tragedia política, sino un drama sobre identidad, vacilación, insensibilidad, autorreferencialidad e impotencia. El príncipe Hamlet es, según W. H. Auden, el personaje “que lo atrasa todo”. Un trágico procrastinador, para emplear una palabra que cautiva a los cronistas.
¿Cómo pudo llegarse a esta putrefacción en la Argentina? Un envilecimiento que habilita a los que quieren abolir las reglas del sistema pretendiendo, y esto es clave, que esa trasgresión no significa el mal sino el bien. Responderemos, asumiendo el riesgo, con una expresión que suena hoy demodé: llegamos a esto por un derrumbe moral. Cuando hablamos de moral debe entenderse: los valores que rigen y organizan las costumbres. Entre otros, quien se refirió a este colapso fue Hanna Arendt. Su preocupación, apartada de cualquier complacencia, era inquietante: que después de Hitler y Stalin, quienes habían trastocado el sentido común de lo moral –por ejemplo, el “no matarás”–, la democracia no hubiera restablecido plenamente la ética.
A propósito, Arendt escribió: “hemos de decir que fuimos testigos del total derrumbamiento de un orden ‘moral’ no solo una vez, sino dos veces, y este súbito retorno a la ‘normalidad’, en contra de lo que a menudo se supone de manera complaciente, solo puede reforzar nuestras dudas”. Acaso su advertencia remita a cierto escepticismo respecto de “una conciencia que hable con idéntica voz a todos los hombres”, lo que parece un reclamo por la desigualdad y el individualismo incipientes en las sociedades de posguerra. En cualquier caso, Arendt entrevió que esas democracias quebrarían en el futuro sus promesas: el consenso, la legitimidad, el sentido de justicia y la inclusión económica.
Ese fracaso da pie a los contradictores. Si aceptamos que la moral versa sobre valores relativos, entenderemos por qué algunas ideologías sostienen que lo que para la democracia es nefasto, pueda ser deseable y justo. George Sorel, uno de los más lúcidos ideólogos de fascismo, empieza su alegato en favor de “la moralidad de la violencia”, con esta ironía: “Puede preguntarse si no hay un poco de tontería en la admiración que nuestros contemporáneos profesan por la dulzura”. Es el prólogo a la descripción del “hombre de orden”: valiente, convencido de que sus intereses deben estar por encima de los malandras; enérgico y apto para resistir la adversidad cuando las circunstancias lo exijan. “Tal hombre –escribe Sorel–, no dudará en suprimir, en nombre de los intereses superiores que representa, a los malhechores que comprometen el porvenir de su país”. Deducimos que si esta moral llegara a gobernarnos será expeditiva. Sensibles y compasivos, abstenerse.
Una democracia sin ética, como aquellas de las que sospechaba Arendt, puede defraudar las ansias de felicidad de un pueblo, precipitándolo al sufrimiento, hasta convertir a muchos de sus miembros en parias. Más del 50% de jóvenes y niños arrojados a la pobreza es una muestra de eso. No puede sorprender entonces que un líder emergente, que en sus gestos y palabras trasluce la moralidad de la violencia, denuncie con resonante éxito a la casta. La sociología de la religión enseña que los parias buscan un salvador que los justifique y les explique por qué habiendo hecho méritos están sometidos a tan cruel destino. La respuesta es: los han explotado, han abusado de ustedes. El camino a la tierra prometida pasa por derrocar a los opresores que monopolizaron los privilegios.
¿Dónde reside la falla ética que torna tan vulnerable a la democracia ante sus impugnadores morales? Aportamos una hipótesis, con reminiscencias de Arendt: en la falta de responsabilidad y en el incumplimiento de la promesa fundante. Sobre la primera no haremos historia, basta ver el presente: el Gobierno sucumbe sin respuestas y la oposición se destruye en una competencia de egos y oportunismos; los moderados parecen impotentes; los duros en su afán de poder a cualquier precio, quieren emular a la derecha populista, demoliendo y dinamitando. Los nuevos bulldozers de la democracia no dialogan, aplastan. Pensar que en otra escena se ofrecieron como númenes de la República.
También falló la promesa liminar, que expresó Raúl Alfonsín con aquello de que “con la democracia se come, se educa y se cura”. En lugar de alcanzar esas metas promoviendo el desarrollo y el consenso, los principales partidos recayeron en la antigua disputa entre los defensores del pueblo y los defensores de la República, que lleva ciento cincuenta inútiles años. Con eso comieron únicamente ellos, porque no se trató solo de pelear por ideas, sino también por sabrosos negocios públicos y privados. Para facilitarlo, usaron como cobertura la grieta, una de las empresas más rentables (y desgraciadas) de las últimas dos décadas.
Pensando en los que aún creen en los valores de la democracia, ¿queda una oportunidad para evitar que la podredumbre impida salvar el fruto? La respuesta no es optimista, pero tampoco debe ser absoluta. Países como Francia resisten, aunque su presidente sea detestado. Otros sucumben y se recuperan, como Estados Unidos o Brasil, aun sin haber doblegado al autoritarismo.
Quizá la democracia argentina subsista por miedo, lo que es una razón endeble. Significaría revivir el temor ancestral de una sociedad a entrar en la terra incognita. Aquella donde los navegantes que se extraviaban eran devorados por dragones, según las imaginativas iconografías medievales.
*Sociólogo.