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El escándalo del dolor

2023_12_17_grito_cedoc_g
| cedoc

Me preocupan aquellos economistas que creen que la economía es preferencialmente matemáticas. Igual que los físicos extremistas que postulan que para cuando el conocimiento avance lo suficiente quedará una sola ciencia: la física, porque todo se podrá calcular y se acabarán los sociólogos, entre otras tantas profesiones. Como en la Academia de Platón, donde antes de estudiar filosofía el principiante tenía que dedicarse al perfeccionarse en geometría, adoro las matemáticas. También  entre mis ídolos está Luca Pacioli, el matemático italiano del Renacimiento, quien simultáneamente inventó “la partida doble” que se usa en la contabilidad de todo el mundo (yo estudié administración antes que filosofía) y, midiendo desde mariposas hasta flores, descubrió “la divina proporción”, el número de la belleza: 1,618, que junto con la Sucesión de Fibonacci marcaron toda la pintura desde el Renacimiento. La Gioconda –como la mayoría de la obra de Leonardo da Vinci– está hecha con la divina proporción de 1,618 (muy modestamente el formato de este diario está hecho con esa proporción, alargada). Y comparto personalmente con todos aquellos a quienes les toca conducir que no se puede gestionar aquello que no se puede medir; pero hay una diferencia entre la medida a posteriori y la medida a priori si se termina creyendo que se puede calcular el futuro. Siempre el futuro será obra de la ponderación entre cálculos de diferente naturaleza, todos con una parte de razón.

En los puestos más altos y de responsabilidad final para una organización prefiero conductores moderados, la energía disruptiva es también imprescindible para el progreso (hay razón en la teoría de la destrucción creativa del célebre economista Joseph Schumpeter, también austríaco y codiscípulo, junto con Ludwig von Mises, de los mismos tres profesores) pero ese carácter no debe estar en el jefe de Estado sino en los científicos, los intelectuales, los artistas y los empresarios, entre otros. 

Otro ejemplo es la célebremente conococida London School of Economics (LSE), que en realidad se llama The London School of Economics and Political Science, por la que han pasado 45 jefes de Estado, 18 premios Nobel y 7 premios Pulitzer, donde se enseña economía junto con filosofía, recordando quizá lo que Platón colocó en la puerta de su Academia: “No entre nadie que no sepa geometría”. En síntesis, y parafraseando sobre la exvicepresidenta: “Sin matemáticas no se puede, con matemáticas no alcanza”.

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Toda esta introducción sobre las matemáticas tiene que ver con los cálculos matemáticos de Javier Milei que, con asertiva precisión, comunica como el Oráculo de Delfos con proyecciones incluso a 35 años, apabullando a quienes son sus entrevistadores, a veces polemistas, haciendo creer a la sociedad que hay una verdad revelada y creyéndose él mismo que en realidad sabe de todo lo que cree saber. Obviamente sabe de mucho, pero siempre es tan poco el saber sobre el todo que aquel que cree que sabe mucho sabe muy poco de lo mucho que ignora.

Y me preocupan los economistas que creen que la economía es preferencialmente matemáticas, por la falta de conciencia propia –y saber– de que en realidad su mente está formateada, como la de todos nosotros, por su ideología, su cultura, sus habitus, condiciones socioeconómicas y, fundamentalmente, sus creencias, tan religiosas como cualquier religión. 

Ahora, en el tema de esta columna, que es el dolor: existe en muchas religiones la idea de que el dolor purifica, purga, que el dolor es a priori y la satisfacción a posteriori, que ha impregnado el compendio de aforismos populares –no pain, no gain (sin dolor no hay resultado)– hasta la filosofía. Para Schopenhauer, en El mundo como voluntad y representación, “el dolor es el auténtico motor de la vida”, porque las experiencias que fueron placenteras no dejan huella mientras que los fracasos enseñan y marcan.

No hay vida sin dolor; en otra dimensión, Freud consideraba el placer como el fin del displacer, el primero siguiendo al segundo. El dolor en el cuerpo cumple un papel informativo necesario para anticipar como síntoma que algún órgano está funcionando mal, muchas veces a tiempo para repararlo, y útil para enseñar a alejarse de aquello que produce dolor. Si Dios creó el dolor, es porque alguna función cumple. En el Talmud, uno de los textos centrales del judaísmo, el dolor es una señal de que nos hemos alejado de nuestro camino para volver a él. El sentido del sufrimiento para alcanzar la tierra prometida o la aceptación del dolor como instrumento de progreso aparece desde la dialéctica hegeliana hasta la lucha de clases de Marx. También en el Derecho se apela al valor didáctico del dolor en la aplicación de penas para conducir a las personas hacia lo correcto. Pero nunca hay que olvidar la autonomía relativa del dolor porque no siempre el dolor es terapéutico ni aleja del mal, y en determinadas proporciones lo produce. 

Pasando a la idea de sufrimiento o malestar como motor de la innovación (Schumpeter), es correcto decir que una cierta cantidad de desafíos superiores a las capacidades motiva el desarrollo de nuevas habilidades mientras que desafíos inferiores a las capacidades aburren, pero un desafío muy superior a las capacidades mata. Y es aquí donde reside el problema del mal como ignorancia de los economistas que creen poder medir “matemáticamente” la cantidad de dolor que producirán sin pasarse en cada caso de la proporción en la que resultaría terapéutico para los ciudadanos, e ingresar directamente en el terreno del asesinato de voluntades, y hasta cuerpos. 

La célebre frase “nadie sabe lo que un cuerpo puede” aguantar en este caso, surge del libro de Spinoza Ética demostrada según el orden geométrico, escrito en forma de definiciones, axiomas, lemas, postulados, leyes, proposiciones y escolios, que en su Tercera Parte, “Del origen de la naturaleza de las afecciones”, en la Proposición II, Escolio (explicación), dice: “Y el hecho es que nadie, hasta ahora, ha determinado lo que puede el cuerpo, es decir, a nadie ha enseñado la experiencia, hasta ahora, qué es lo que puede hacer el cuerpo en virtud de las solas leyes de su naturaleza, considerada como puramente corpórea, y qué es lo que no puede hacer salvo que el alma lo determine. Pues nadie hasta ahora ha conocido la fábrica del cuerpo de un modo lo suficientemente preciso como para poder explicar todas sus funciones, por no hablar ahora de que en los animales se observan muchas cosas que exceden con largueza la humana sagacidad, y de que los sonámbulos hacen en sueños muchísimas cosas que no osarían hacer despiertos; ello basta para mostrar que el cuerpo, en virtud de las solas leyes de su naturaleza, puede hacer muchas cosas que resultan asombrosas a su propia alma. Además, nadie sabe de qué modo ni con qué medios el alma mueve al cuerpo, ni cuántos grados de movimiento puede imprimirle, ni con qué rapidez puede moverlo. De donde se sigue que cuando los hombres dicen que tal o cual acción del cuerpo proviene del alma, por tener esta imperio sobre el cuerpo, no saben lo que dicen, y no hacen sino confesar, con palabras especiosas, su ignorancia…”.

¿Cómo saben Milei o Caputo lo que el cuerpo de millones de argentinos con algún grado de carencia puede resistir? Esa arrogancia espistémica fue la que siempre me hizo preferir al más tímido Horacio Rodríguez Larreta, o al más popular Carlos Melconian, con su plan económico “siempre siendo uno más uno dos pero con inclusión”. En sentido contrario, el doctor en Economía por la Universidad de Chicago Carlos Rodríguez, exsecretario de Política Económica durante el gobierno de Menem y exreferente de Javier Milei, dijo: “Van a tener que sufrir, no hay más remedio” porque “hay que sufrir para que se aprenda que las cosas cuestan”. Hay que.

Aun con una posibilidad de éxito mayor si se corre el riesgo de matar a una cantidad considerable de pacientes, sería mejor un remedio que cure a muchas más personas aunque no con la remisión más completa de la enfermedad. Esto, justamente, no es matemática sino ética. 

Desde la matemática, ciertos libertarios explican que sería bueno para la humanidad que se pudiesen vender órganos porque eso crearía un mercado que incentivaría a los laboratorios a invertir en desarrollar órganos humanos desde cero, y con el tiempo, sin necesidad de que los propios seres humanos vendan los suyos, la humanidad contaría con una ventaja de salud pública apreciable: tantos órganos de reemplazo como se desee. Pero, por una parte, ¿quién tiene derecho a decidir qué cantidad de personas y de cuántas generaciones deban vender sus órganos para que en un futuro haya órganos de reemplazo? Y por otra parte, peor aún, ¿quién garantiza que en la complejidad del devenir se creará ese mercado mundial lo suficientemente grande como para alentar a los laboratorios, o aun así que los laboratorios no lo consigan, o que regulaciones de algunos países lo frustre? En fin, una lista larga de condicionantes que dejen la hipótesis como una teoría de pizarrón, como si el mundo fuera aséptico y aislado al igual que un tubo de laboratorio.

La misma perspectiva sobre la utilidad futura que tendrá la amputación presente de una parte de la sociedad inspira cortes económicos extremos. Sería recomendable para todos los funcionarios actuales la lectura de Entre nosotros: ensayos para pensar en otro, donde Emmanuel Levinas desarrolla el concepto del sufrimiento inútil (título de un ensayo de Hannah Arendt) y la ineptitud ética de ciertos males aplicados masivamente, textualmente: “La violencia no consiste tanto en herir y aniquilar como en interrumpir la continuidad de las personas, en hacerles desempeñar papeles en los que ya no se encuentran, en hacerles traicionar no solo sus compromisos, sino su propia sustancia; en la obligación de llevar a cabo actos que destruirán toda posibilidad de acto”. 

El valor sapiencial del dolor producido por la falta de responsabilidad de gobernantes no aplica individualmente sino socialmente. Veremos qué enseñanza deja el nuevo dolor libertario.