En uno de los ensayos de El cerebro de Broca, Carl Sagan arriesga una hipótesis interesante (en realidad Carl Sagan no hacía más que arriesgar hipótesis interesantes, me refiero a que ésta me había impresionado particularmente). Según Sagan, seguimos manteniendo costumbres y obedeciendo a ritos que aprendimos y llevamos con nosotros desde la época de las cavernas. Luego de una serie de cálculos, Sagan determina cuál era el gasto calórico diario de un cazador del Holoceno, y a partir de allí justifica la necesidad de dormir ocho horas. A eso se suma los peligros que entrañaba la noche para un ser diminuto e implume como el hombre, lo que lo llevaba a esconderse cuando su capacidad de visión disminuía –y cuando aumentaba la capacidad de visión de tantos predadores. Hoy, dice Sagan, el hombre no necesita dormir ocho horas –pero lo sigue haciendo. Su gasto calórico diario podría tranquilamente justificar que durmiera solamente cuatro horas, o incluso menos. Y lo mismo con la noche: seguimos durmiendo cuando cae el sol, como si nuestras vidas peligraran más que de día. Los insomnes, concluye Sagan, son las pruebas que hace la naturaleza para ese hombre del futuro que necesitará dormir mucho menos y que no tendrá la necesidad de ocultarse cuando cae la noche. Como ocurre a menudo, lo que acabo de recordar tiene poco que ver con lo que sigue. Pero tiene que ver.
Alessandro Baricco pasó fugazmente por Buenos Aires para dar una charla en el Teatro Colón titulada “Del tiempo y el amor”. Pero no es de la charla que quiero hablar: ya se habló mucho y bien de ella. Baricco posee una maravillosa prosa hablada, y eso, unido a sus capacidades narrativas innatas, hacen que cualquier cosa que se dedique a narrar surtan de inmediato un efecto hipnótico.
Y ahora otra digresión. El año pasado fui con unos amigos a ver una obra de teatro muy mala en la calle Corrientes. Como si el hecho de ser mala no bastara, al ser la teatralización de una película que todos habíamos visto ni siquiera nos atrapaba la ansiedad por conocer el final: ya lo sabíamos. Pero como era, o intentaba ser, una comedia, los espectadores, que eran muchos, se reían. No solo se reían: se reían mucho, a las carcajadas. De modo que casi sin quererlo, sin que ninguno de nosotros lo hubiese propuesto expresamente, empezamos a prestar más atención a lo que ocurría detrás de nosotros que a lo que ocurría delante. Y entonces la obra se volvió una cantera de alegría, la pasamos muy bien viendo a la gente riéndose de un modo tan auténtico y desaforado.
Con Baricco en el Colón no ocurrió exactamente lo mismo, pero en determinado momento tuve la ocurrencia de girar la cabeza (yo estaba en las primeras filas, por lo que podía ver casi a la totalidad de los espectadores) y ver algo así como el negativo del espectáculo, lo que la charla de Baricco estaba provocando. Y lo que vi me remitió enseguida a ese ensayo de Carl Sagan del que hablaba al principio, porque era la prueba de que seguimos viviendo en el Holoceno, cuando es probable –dicen los hombres que saben– que haya nacido la literatura oral, cuando alguien especialmente dotado en la transmisión de historias vividas haya decidido contar sus tribulaciones, probablemente inventando o exagerando ciertos pasajes, a los que estuvieran dispuestos a oírlo. Por un momento –fue muy breve, a diferencia de lo que ocurría en aquella obra de teatro lo verdaderamente interesante sí estaba ocurriendo en el escenario– fui testigo de esa escena en la que el chamán envuelve a la tribu entera con palabras, llevando a su auditorio de aquí para allá, a placer, mientras todos lo miran con la boca abierta, presenciando el nacimiento de ese milagro llamado literatura.