Es fácil decirlo: dejalo, no le hagas caso, no le des bola, tira cualquiera, está jodiendo, no te enganchés. Es fácil decirlo, facilísimo. Yo mismo lo estoy diciendo, yo mismo lo estoy escribiendo, ahora mismo, acá sentado, como si nada. Es fácil decirlo, especialmente si uno tiene que decírselo a otro. Si es otro, y no uno, el que tiene que dejar, no hacer caso, no dar bola, no engancharse. Si es a otro al que agredieron, agraviaron, expusieron, amenazaron. Así es más fácil, facilísimo. Pero si no, ya no lo es tanto.
Tal vez calaron hondo, más hondo de lo que pensábamos, aquellas “jodas para Tinelli” que hace años seguíamos masivamente batiendo récords en el ráting televisivo. Tal vez calaron hondo y cobraron incluso un carácter formativo. Ahí bastaba con declarar, como una especie de pase de magia, que todo lo que había estado pasando hasta ese momento (el maltrato, la humillación, el mal rato) no era nada, era una joda, una joda para Tinelli. No lo había sido para la víctima, eso está claro, pues no se había reído ni un poquito, no se había divertido para nada, porque a veces hasta había incluso llorado. Pero a las víctimas (víctimas de algo, de lo que sea) ya no las dejan siquiera serlo, se las acusa de “victimizarse”, se las obliga a soportar sin chistar. Y la revelación final del “¡era una joda!”, más la invocación del nombre Tinelli como talismán o salvoconducto, más el saludito a cámara que pretendía resolverlo todo o conseguía disolverlo todo, enseñaba que la humillación hay que aguantarla, enseñaba que el maltrato hay que aguantarlo, y además reírse, además de todo reírse, no ser ortiba, no ser solemne, no ser goma (por las dudas, un reaseguro: el regalo de dos pasajes para un crucero en el Caribe, la premisa de que la dignidad se compra y se vende, que sólo queda ponerle un precio).
Veíamos a Tinelli, sí, y nos reíamos y batíamos récords de medición de ráting. Pero en las escuelas del país también se daba a leer “El matadero” de Echeverría (o quiero creer que eso pasaba), y en el final de ese relato aparecía otra escena de divertimento: la de unos cuantos que querían divertirse, solamente divertirse, y se la agarraron con uno (porque es un todos contra uno) que se tomó las cosas demasiado en serio. La historia, como sabemos, termina mal. Y es que, con toda evidencia, puede que termine mal, y suele ocurrir que termina mal, el juego de diversión de los violentos, en razón de que son violentos precisamente, sobre todo si además cuentan con el respaldo de un Estado no menos violento, muy de fuerza y represión, o si son su brazo armado.
No es entonces que no se entienda que eran jodas, que pretendan pasar por chistes, eso de meter preso a éste o a aquél; pero son jodas y chistes de los que las víctimas no pueden ni quieren reírse: no les hace ninguna gracia, les hace solamente violencia. Y en la lógica oscurísima del amedrentamiento por parte del poder estatal, las jodas no son nunca nada más que jodas, y no conviene tomárselas en joda. Las risas sarcásticas de los verdugos no divierten más que a ellos mismos, y a sus cómplices en todo caso. Al que le dicen que hay que meterlo preso (chiste espeso, dudoso, sin gracia, al amparo del poder estatal), ¿vamos acaso a decirle nosotros que no haga caso, que no dé bola, que no se enganche? ¿No es la sola formulación, como tal, y por sí misma, sin pensar en su aplicación real, una forma de hostigamiento consumado?
Cada cual resuelve en su vida la distribución que mejor le resulta entre las cosas que le importan y las tonterías que deja de lado (o usa para rellenar las horas de distracción superflua). Es fundamental esa separación cotidiana entre lo que vale la pena y lo que no, entre el asunto relevante y la pavada inocua. Y es ni más ni menos que eso lo que daña un Daniel Parisini cuando, por ejemplo, lanza un reclamo al Presidente de que encarcele a tal o a cual. Son pavadas, sí; son tonterías de tuitero, es una joda para el Javo. Lo son, pero se ha vuelto necesario ocuparse de ellas, tomarlas en consideración, incluso preocuparse. Dejarlas de lado, como merecerían, se nos vuelve empíricamente imposible. Hay que atenderlas, y es deprimente. Hay que atenderlas, y es parte del plan de embrutecimiento social que se está llevando a cabo y nos está aplastando un poco a todos.