Durante los últimos días de la era cristinista importantes actores del sector privado explicaban una y cien veces que en ese escenario era imposible que se hicieran o llegaran las inversiones. ¿Quién va a poner un peso en el país del cepo? ¿Qué empresa vería oportunidades de negocios donde no sabía si la dejarían hacerse de sus ganancias? Se apuntaba, además, a un dólar ficticio que no reconocía la inflación. Por entonces, cuando de los únicos brotes de los que se hablaba provenían del atril presidencial, el volver a los mercados y dar certeza con reglas de juego claras eran una única condición necesaria para salir del estancamiento. Casi un ruego.
Decían que había que esperar a las elecciones. Con la no continuidad del kirchnerismo en el Gobierno asegurada, sólo faltaba el paso formal de que Macri asumiera, y ver sus primeras jugadas. Sobrevino el levantamiento del cepo y de las retenciones al agro, a las que al poco tiempo se sumó el acuerdo con los holdouts y la vuelta a los mercados de crédito. O sea, listo.
Pero no. ¿Cómo saber que esas medidas del Gobierno entrante no chocarían con el rechazo de un Congreso que en principio presentaba más oposiciones que apoyos?
Cuando se liberó la zona en el Parlamento, la nueva condición para poner en marcha la actividad fue ver qué tan inflacionario sería el reclamado sinceramiento del dólar porque, argumentaban, eso hace imprevisible cualquier escenario inversionista o productivo.
A la espera, muchos eligieron cubrirse por la suba del dólar, por la inflación y por las dudas, y una vez más compensar por precio una facturación que sentía mucho de profecía autocumplida en el volumen.
Por si algo le faltaba al cuento de la buena pipa privado, el Gobierno decidió aportar su propia versión estatal y lanzó la genial idea del segundo semestre con la lluvia de inversiones prometida y, para ir actualizando la coartada, detectó brotes verdes que germinaron como zanahoria con forma de bumerán.
De las elecciones que la actividad privada decía esperar para ponerse en marcha ya pasó un año.
El Gobierno que se esperanzaba con la lluvia de dólares se ilusiona ahora con el blanqueo y el crecimiento proyectado de 2017, pero el círculo rojo le antepone una vieja nueva condición: antes de invertir quiere esperar a ver qué pasa con la próxima votación. El mismo argumento un año después.
“Este 2016 ha sido un año en que la sociedad decidió otorgar a un gobierno sin suficientes votos un período de gracia”, apuntaba hace una semana en estas páginas Manuel Mora y Araujo. Eso seguramente explique la complacencia calculada ante este esquema que se parece al cuestionario de la buena pipa que torturó una y otra vez a generaciones de niños. Aquella pregunta generaba optimismo porque encerraba la promesa de lo inminente, pero el final del juego estaba determinado por dos factores unidos: el tiempo y la paciencia, que variaba según el interlocutor.
Los tiempos políticos en Argentina suelen ser cambiantes. Más cuando hay por delante un verano que, a su fin y con el inicio de clases y el comienzo del año “en serio”, determinará mucho del humor social con que la sociedad desandará el camino hasta la próxima elección.
Quizá esa fecha no del todo precisa del fin de las vacaciones encierre algún punto de inflexión para la relación Gobierno-empresarios, y también con la sociedad. Se sabe que, como en el famoso cuento, si se concluye que no habrá respuestas, los oídos se cierran y las expectativas se esfuman. Y cuando eso pasa, deja de importar qué tan buena era la pipa.