Ciudadanos del mundo caminando por pasillos laberínticos en la búsqueda de un nuevo modelo que aún no termina de aparecer. En Mipcom 2016, la feria de televisión más emblemática del mundo, paradójicamente se habló mucho de todo y poco de televisión.
Gran parte de los ejecutivos y creativos reunidos en Cannes convergen en un punto de vista: la tele, tal como la conocíamos, ha perdido su atractivo como generadora de audiencias masivas y parece diluirse como una aplicación más en cualquier dispositivo.
La inmediatez del mundo moderno estaría redefiniendo la esencia del hecho televisivo, reduciendo su primacía en el vínculo con el espectador. La idea del tiempo escaso también se apoderó del entretenimiento. Lo que fue un lugar de disfrute, relax, entrega al ocio sin apuros ni impaciencias hoy nos esclaviza y obliga a ser “coproductores” de nuestra propia diversión, transformando el entretenimiento en trabajo, en placer autogestionado. Así como ensamblamos muebles, bicicletas o juguetes, también debemos hacerlo con el ocio propio, al cual las nuevas tecnologías nos inducen. Este apuro, funcional a la cultura del descarte, produce fenómenos donde el uso del tiempo libre se resume en una interacción permanente entre una pantalla y los restos de atención de un individuo, que supo ser humano y hoy parece un camaleón anestesiado.
Supuestamente, nadie quiere perderse nada. Esto supone renunciar al tiempo libre para que un nuevo invento efímero se lo apropie.
El uso de las nuevas tecnologías llevaron a la televisión a estar a la defensiva en lugar de aprovecharlas para fortalecerse en su singularidad y masividad. La TV está asustada pero no perdida. Se aferró a un mundo seguro que conocía y se volvió conservadora, pensando que las transformaciones que se imponían eran una amenaza y no una oportunidad para liderar el cambio de paradigma.
Lo único nuevo bajo el sol de Cannes es la tecnología aplicada a antiguas ideas. No aparecen síntesis entre los mejores saberes de la TV abierta y la vacuidad en contenidos de la cultura digital. Se miran con desconfianza y prejuicios, en lugar de generar una nueva singularidad con respecto al relato, la escritura, la emocionalidad o la profundidad, a la que la tele cada vez apuesta menos. La TV tiene el preciado don de representar el sentir de una época, aunque estos tiempos la obliguen a cambiar, generando contenidos para una sociedad diversa, con distintas necesidades y sensibilidades.
En los países centrales, salvo Estados Unidos y Canadá, la televisión abierta y gratuita se sigue transmitiendo con alta calidad, sin necesidad de pasar por el peaje de las distribuidoras de cable, mientras en los países emergentes son rehenes de ellas. Las antenas de TV en los techos de Londres, Frankfurt, Lyon, Roma, Moscú o Madrid siguen siendo parte del paisaje y las pantallas públicas apuntan a la innovación en la cultura y el entretenimiento. La otra tele, la comercial, está plagada en parte de su programación de formatos anodinos y mucho presupuesto.
Hoy la TV generalista enfrenta la amenaza de quedar sólo como una antena para transmitir latas ajenas y baratas, apostando fundamentalmente a producciones de eventos y noticias, donde la temporalidad y simultaneidad son decisivas. Seguir este único camino sería caminar por la cornisa. Sólo podrá hacerles frente a los grandes presupuestos de las productoras globales apostando a la creatividad, al riesgo y al surgimiento de nuevas ideas.
Sólo la ruptura con las fórmulas de siempre le permitirá sobrevivir, marcar tendencia y derramar contenidos sobre el resto de las plataformas. Tal vez sea el momento de que los productores de televisión revisen la idea de la “bisociación”, del filósofo Arthur Koestler, en la que la combinación de dos elementos existentes nunca antes relacionados sintetiza algo nuevo.
*Politóloga.
**Sociólogo. Expertos en medios, contenidos y comunicación.