Parece que los argentinos nos hemos tomado demasiado en serio esa famosa frase de John Maynard Keynes. Lo único que parece importar es el presente, el cortísimo plazo.
Obviamente, la constante inestabilidad macroeconómica y política ha dejado una huella profunda en nuestro código genético. El sálvese quien pueda es prácticamente la única opción disponible para escapar de las consecuencias de las estafas (devaluaciones, defaults, confiscaciones, etc.) que caracterizan la larga decadencia argentina de los últimos setenta años.
Una inmensa mayoría “punk”, para la que el futuro no existe, reclama soluciones a los problemas de hoy sin importarle en lo más mínimo cuánto se compromete su porvenir. Y sin importarle tampoco (y menos aún) cuánto se compromete la calidad de vida y el bienestar de las generaciones futuras (sus hijos y sus nietos). Este afán por resolver lo urgente a cualquier precio tiene consecuencias muy nocivas sobre el proceso de formulación de la política económica y sobre los resultados que ella genera.
En primer lugar, hace tiempo que en la Argentina la política económica se formula siguiendo un enfoque de equilibrios parciales. No hay una visión de conjunto. La falta de tal visión se traduce en la sensación de que no hay un plan. No hay una hoja de ruta. Hoy se puede hacer una cosa y mañana otra solo porque así lo dictan las circunstancias. Recién ahora el acuerdo con el FMI es lo más parecido a un plan, pero que dista mucho del programa de estabilización y reforma estructural que requiere la Argentina para crecer en forma sustentable. La estabilidad macro es una condición necesaria indispensable, pero nuestro país necesita también un programa que se ocupe de cuestiones que hacen a la competitividad y a la definición de una estrategia de desarrollo de largo plazo. Y todos estos componentes no pueden entrar en permanente contradicción con las urgencias de la macro.
En segunda instancia, una gran cantidad de colegas ortodoxos, aquellos que privilegian el equilibrio general y una asignación eficiente de los recursos a través del mercado, muchas veces justifican la adopción de medidas o políticas heterodoxas (basadas en el equilibrio parcial y la intervención de mercados). Pero lo hacen pensando en volver rápidamente a la ortodoxia y sabiendo que para que estas políticas resulten efectivas la credibilidad y la confianza son dos ingredientes indispensables. Lamentablemente, muchas veces estas medidas “transitorias” se convierten en una trampa de la que no se puede salir. La historia argentina está plagada de este tipo de intervenciones. Solo para mencionar algunas: controles de precios, restricciones e impuestos a las exportaciones, control de cambios y tipos de cambio múltiples, subsidios, compensaciones, planes de competitividad sectoriales, tasas de interés diferenciales (subsidiadas), etc. En algunos casos estas medidas consiguen los efectos deseados sobre la inflación, sobre la actividad económica, sobre las cuentas fiscales o sobre las presiones cambiarias, pero en todos los casos esos resultados son efímeros y se logran despreciando el rol de los precios en la asignación de los recursos productivos y por ende en la inversión, la productividad y el crecimiento de largo plazo. El programa, el modelo, termina siendo, en definitiva, una sucesión de “parches” que intentan compensar las consecuencias de una macro que no termina nunca de estabilizarse.
En tercer lugar, consecuencia de nuestra pasión por el presente y de la falta de visión de conjunto, nos quedamos siempre en el “chiquitaje”. Las reformas de fondo lucen por su ausencia. Se llama “reformas estructurales” a cambios marginales de algunas políticas claves como la previsional, la laboral, la tributaria, la educativa o la de comercio exterior. Hace más de 25 años que no hay cambios estructurales en la Argentina. Peor aún, hubo varias “contrarreformas estructurales” durante los años del oscurantismo kirchnerista (la contrarreforma previsional y la re-estatización de varias empresas son los ejemplos más evidentes). El gobierno de Mauricio Macri no debería renunciar a formular un programa integral de estabilización y reforma económica. No debería conformarse con ser otro ejemplo más de un gobierno fagocitado por las urgencias de corto plazo.
Para salir de setenta años de retroceso y fracaso económico hace falta una buena dosis de audacia. Hay que plantear un modelo de país, una estrategia de desarrollo y formular la política macroeconómica de una manera que entorpezca lo menos posible el camino hacia esos objetivos. Si vamos a crecer en base a la explotación e industrialización de los recursos naturales (agroindustria, energía, industrias químicas y petroquímicas) deben tener un marco de incentivos estable y con el menor divorcio posible entre los precios locales y los internacionales. Si vamos a crecer en base a sectores de servicios intensivos en capital humano (tecnologías de información, desarrollo de software, servicios profesionales, biotecnología) resulta imperativo atender las deficiencias del sistema educativo y de los mercados de trabajo. Lo mismo sucede si el modelo de desarrollo se basa en la industria, en el turismo o en cualquier otro sector o en un espectro amplio de sectores. La clave es respetar los objetivos de largo plazo y no supeditar continuamente el logro de esos objetivos a las urgencias del presente.
Si se deja el largo plazo para después, ese largo plazo nunca llega. Porque aun cuando se logre estabilizar la macro, los desequilibrios estructurales acumulados durante tantos episodios de mala praxis económica harán que esa estabilización resulte tan solo transitoria.