Pienso ahora en esa combinación singular: la de un rostro completamente impasible y un cuerpo enteramente a disposición. No recuerdo haberlo pensado hace años, cuando leí Santa Evita de Tomás Eloy Martínez; lo pienso ahora, que estoy viendo la serie de Rodrigo García Bacha y Alejandro Maci. Tal vez tenga que ver con lo que activan las imágenes fotográficas y fílmicas, incluso cuando lo que registran pueda ser una actuación; porque involucran de por sí cuerpos concretos, algo distinto por definición a lo que pueden llegar a hacer las palabras con su función referencial. Empleadas bajo un carácter alusivo, elíptico, oblicuo, indirecto, las palabras sirvieron para narrar el cuerpo faltante, para narrar su ominosa ausencia (pienso, claro, en “Esa mujer” de Rodolfo Walsh, que Santa Evita de hecho retoma). Pero en esta otra representación, las imágenes se valen necesariamente de un cuerpo (el cuerpo de una actriz, que está a su vez representando), algo que es por ende de otro tenor que la estricta representación verbal.
Tal vez es por eso que ahora, pasando de la novela a la serie, me detengo en ese aspecto, percibo esa combinación: la de un rostro impasible con un cuerpo a disposición. Es lo que en cierta manera evidencia el cadáver expuesto de Evita. Y es acaso lo que enardece al coronel Moori Koenig. Una disposición que invierte visiblemente la que le ofrecía Evita en vida: el cuerpo retraído (ese desplazamiento ostensible de la tapa de la revista Guión a la discreción del trajecito sastre, según analizaron por ejemplo María Sofía Vasallo o Paola Cortés Rocca) y en el rostro el desafío, la respuesta airada, la insolencia. La serie de hecho lo muestra: Moori Koenig se entromete en los asuntos del cuerpo de Evita (revisa escabroso sus algodones en el tacho de basura del baño, para controlar cuánta sangre pierde), violentando su intimidad; ella se lo reprocha con firmeza, entre agravios e improperios, usando a pleno su autoridad.
La macabra contemplación del cadáver implica para Moori Koenig una circunstancia exactamente inversa. El cuerpo como tal queda ahora a su merced, disponible en su desnudez, en su inacción, en su desamparo. La cara de ese cuerpo, por su parte, luce impasible, parece inalterable, sin reacción. El cuerpo podrá ser manipulado, mancillado, ultrajado (y de hecho, lo será); el rostro aquietado indica entretanto una especie de más allá (de más allá, precisamente) en el que ya no conseguirán afectarlo. Evita muerta les queda, en un sentido, perfectamente al alcance; en otro sentido, sin embargo, y a la vez, se les ha vuelto ya inalcanzable.
Es entonces que Moori Koenig se altera. Es entonces que cae presa de esa pasión sombría que lo habita y lo obsesiona, que lo pone fuera de sí; esa pasión que lo ofusca y lo envenena, que lo perturba y lo nubla, que no lo deja pensar en otra cosa, que no lo deja pensar de otra manera, que lo arrastra hacia esos brotes de agresividad purulenta. Habrán notado, probablemente, que para los antiperonistas de esta clase, todo aquel que no odie al peronismo, todo aquel que no se aboque sin mayor elaboración al ardor de su aborrecimiento constante, pasa a ser considerado peronista de hecho, peronista por defección o por omisión, peronista aunque no quiera, peronista aunque no sea. ¿Por qué? Por eso que, en Santa Evita, se trasunta en Moori Koenig. No se trata de criticar al peronismo, de cuestionarlo, de rebatirlo; no se trata de superarlo históricamente en una escalada cualitativa de los términos de la lucha social; no se trata siquiera de oponerse y disputar. Se trata de otra cosa: de anularlo, de eliminarlo, de suprimirlo, de abolirlo; de hacer no sólo que ya no exista más, sino de tachar el pasado hasta obtener que nunca haya existido. Es lo que se intentó, en aquel entonces, con las palabras: prohibir los nombres, censurar toda mención, impedir que se dijera; hasta alcanzar la inexistencia de lo silenciado. Lo que el cadáver de Evita le revela a Moori Koenig es lo que hay de despropósito en ese afán tan enconado. Que no podrán deshacerse de él. Que va a persistir, pese a todo.
El rostro impasible. Hubo uno que, desaforado, enceguecido de odio, le pegó una trompada. ¿Es que acaso no entendió que ese golpe resultaba inútil? Justamente: lo entendió. Lo hizo porque lo entendió.