Hay libros que consiguen ese traspaso: el traspaso del decir al hacer. De pronto se encuentra el lector preguntándose qué es lo que pasa, pero no en la trama que el texto presenta, sino en el texto mismo; y por ende en la propia lectura. El lector se encuentra de pronto preguntándose por lo que el texto está haciendo, por lo que hace en su mismo decir.
Pienso por ejemplo en Derroche, la última novela de María Sonia Cristoff. Cristoff propone en principio una escena, un conflicto, una historia; luego pasa a desarrollarlos y, al desarrollarlos, empiezan a aparecer ideas de más, líneas narrativas de más, nudos de más. ¿“De más” respecto de qué? Respecto del propio texto, que de ese modo lleva a cabo una especie de potlach de sí mismo: ese derroche admirable que anunció ya desde el título.
Pienso también en ese libro de tapa blanca, sin inscripción de un título ni del nombre del autor. La historia que cuenta pone al narrador bajo una acuciante necesidad de sustraerse, apremio de escabullirse, urgencia de ocultamiento. Como suele decirse: de borrar sus huellas. O de borrarse él mismo, como suele decirse también. Y es lo que en efecto hace: borra las huellas, se borra él. Pero eso traspasa genialmente del texto al paratexto, y de ahí a la realidad del mundo (porque eso es el paratexto: una frontera entre esas dos dimensiones).
Es así como el libro hace eso que en su interior se dice: lo hace borrando marcas, blanqueando la portada, pasando liquid paper incluso en la página de legales. Yo no sé quién escribió esta novela. Pero, si lo supiera, no lo diría; precisamente porque la leí.