Pasaron 56 años desde el derrocamiento del presidente radical Arturo Umberto Illia, un sencillo médico de Cruz del Eje que llegó al cargo con el peronismo proscripto, apenas un 25% de votos, las heridas de antagonismos aún abiertas, el poder militar dividido y una situación internacional tensa, cada vez más hundida en confrontaciones imperiales y luchas internas con diversos focos de conflicto. Illia fue expulsado del gobierno apenas tres años después de haber asumido y tras meses de una persistente operación político-empresarial-sindical-mediática que no dejó recurso espurio sin utilizar para deteriorar la imagen presidencial y su gobierno, probablemente uno de los mejores que haya tenido la Argentina en la segunda mitad del siglo pasado. En tan breve lapso, sancionó la Ley del Salario Mínimo, Vital y Móvil, la Ley de Medicamentos, la Ley de Asociaciones Profesionales y derogó la Ley de Contratos Petroleros, suscriptos por el presidente Arturo Frondizi con empresas extranjeras. Destinó el 25% del Presupuesto a educación, ciencia y tecnología, incorporó al Código Penal la figura de enriquecimiento ilícito de los funcionarios y logró que Naciones Unidas votara la Resolución 2065/65, que convocaba al Reino Unido a sentarse a discutir la soberanía de las islas Malvinas. Y además, el PBI creció más del 20% acumulado en 1964 y 1965, la industria un 35%, el salario real subió más de un 10% y la ocupación aumentó, redujo la deuda externa y aumentó las reservas del Banco Central, todos logros que fueron ignorados o minimizados por quienes lo habían tomado como blanco.
Lo atacaban desde todos los ángulos (incluyendo algunos de su propio partido), fundamentalmente empresarios afectados por sus iniciativas, peronistas políticos y gremiales y buena parte de los medios de comunicación. Algunos de estos lo apodaron “Tortuga” y crearon un clima cada vez más enrarecido que desembocó, finalmente, en su derrocamiento y reemplazo por una dictadura militar que se prolongó hasta 1973.
Hago estas referencias porque tengo la sensación –compartida por muchos que se niegan a analizar la realidad actual argentina con liviandad, cuando no complicidad– de que estamos en medio de una campaña tendiente a esmerilar la figura del Presidente hasta el extremo de plantear –de manera directa o indirecta– que no habrá un mandato completo para él, que se retirará antes de diciembre de 2023 y que hay una olla a presión a punto de estallar. El mecanismo es semejante al del 66: palabras y acciones surgidas del propio oficialismo (en verdad, su fracción conocida como kirchnerismo), acompañadas con disimulo o a cara descubierta por ciertos empresarios, algunos sindicalistas y dirigentes sociales y políticos de oposición con mirada corta y vocación golpista.
Una recorrida por los canales abiertos y portales de noticias, en un zapping casi enloquecido, permite confirmar que la campaña de desprestigio hacia el Presidente está en marcha con todos los ingredientes que hacen falta para deteriorar su imagen. Por momentos, el señor Fernández no hace mucho por evitarlo, comete errores de comunicación y se sumerge en vaivenes poco felices que sirven para alimentar ese fueguito, que va creciendo.
Como observarán los lectores de PERFIL, esta columna no se refiere a los contenidos del diario sino a los peligros que conlleva la operación. Y el objetivo que persigo es advertirles que no está en juego solo la permanencia del Presidente en su cargo sino la democracia en su totalidad. Hoy, el libre juego de la acción política está en riesgo y los lectores merecen estar avisados.