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influencias

Envasados al vacío

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Es otra angustia de las influencias, nada que ver con la de Harold Bloom. La de Bloom se formuló a propósito de los escritores y el peso que, sobre ellos, podían llegar a tener los escritores mayores, los así llamados poetas fuertes. Esta otra angustia es más prosaica, pero más fácil de verificar también. Y tiene que ver casi siempre con los padres (porque es un afán convencionalmente paterno) y el temor de que sus hijos (más los hijos que las hijas, porque el pacto es convencionalmente viril) no salgan hinchas del mismo equipo que ellos. Hay rituales de iniciación al respecto, desde ya, y ceremonias estipuladas para la ratificación y la consolidación del vínculo: que si el padre es de A, el hijo sea de A; que si el padre es de B, el hijo sea de B.

Hecho esto, sin embargo, suele aparecer esa angustia: la angustia de una influencia externa que puede desencadenar un viraje, un desvío, un quiebre, una separación. Que algún compañerito con liderazgo, o un vecino algo más grande, o un maestro carismático, o algún otro invasor así, lo haga cambiar de idea, lo haga hacerse de otro equipo (o hacerse incluso del equipo rival, con lo que el temor se convierte en pavura). Las escenas más triviales de la vida, las más simples, las cotidianas, cobran entonces un carácter amenazante.

Todo esto, tan irrazonable, es adecuado en la esfera del fútbol, porque en la esfera del fútbol la razonabilidad no es un elemento demasiado pertinente. Más extraño, más extremo, es que algunos padres pretendan que nada ni nadie influya sobre sus hijos en absoluto, en ninguna materia, en ningún aspecto; que pretendan asegurarse que esos hijos piensen siempre lo mismo que ellos, que sostengan sus mismas ideas, que sean su segura prolongación o su segura repetición. Eligen para eso una escuela acorde, luego un secundario afín. Pero en esto no hay garantías plenas: los amigos de acá o allá, los imprevisibles amores, la carrera universitaria que los hijos suelen elegir por sí mismos, etc. Ahí se agrava hasta la paranoia el miedo de ciertos padres de que alguien influya en sus hijos; lo viven como una contaminación deplorable, como una intromisión inaudita, y no como algo que sus hijos pueden escoger y asimilar libremente y por sí mismos.

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Se ha dado incluso el caso de algunos padres que exigen que, quienes se encuentren en situación de hablar con sus hijos, lo hagan sin revelar qué es lo que piensan, que hagan de cuenta que no piensan nada, que aparenten tener la mente en blanco, lucir como una nulidad insípida.