Es habitual escuchar que las reseñas de los diarios no dicen nada, son insulsas, y que resultan glosas del libro comentado o incluso de la contratapa del libro. En general suele ser cierto. De hecho, hace poco leí un comentario de una novela en el que el reseñista no se animó a indicar francamente que no le había gustado, lo disimulaba bajo un lenguaje neutro y largas transcripciones del libro, y teníamos que deducir que la novela le había desagradado, porque entre las frases transcriptas aparecía la palabra “intrascendente”. ¿Por qué no se animó a escribir que no le había gustado? No lo sé. Sé, en cambio, como lector, que en vez de esa actitud levemente medrosa, hubiera preferido que tomara la palabra y que dijera algo sobre el libro en tono crítico, si por supuesto era capaz de sostener esa crítica con una argumentación solvente, con cierta erudición y talento. Lamentablemente nunca sabremos si esas cualidades atañen al reseñista, y rápidamente di vuelta la página, en una mezcla de decepción e indiferencia. ¿Deberíamos enunciar la hipótesis de que el reseñista retraído es la contracara necesaria del reseñista que cree que alcanza con posar con cara de malo, para suponer que en su escritura anida algún pensamiento crítico? Tampoco lo sé. Sé –esto sí lo sé– que lejos de esas trivialidades, si hay alguien que silenciosamente usa el desdichado canal periodístico, vez a vez, para demostrar que se puede, en el corto espacio acordado, escribir con elegancia, sabiduría y agudeza, ése es Matías Serra Bradford. En una de esas reseñas apretadas de Ñ –en la edición del 30/4– Serra Bradford, a partir de Escritos críticos y afines, de James Joyce (Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2016, traducción de Pablo Ingberg), logra precisar las dificultades para leer esos escritos críticos, que hacen “difícil adivinar al autor que fue, si sólo se leen sus artículos y conferencias”. Luego agrega un previsible “de todas formas” (aquí muestra su elegancia: no escribe “sin embargo”, sino “de todas formas”) para proponer, como una transición, que “el uso de la lectura es el acto reflejo de un escritor”, y luego sí comenzar la lectura del libro, bien pegada al texto comentado, como corresponde.
Corresponde también cambiar de tema, actividad a la que me dedico con fruición (aunque en verdad, me parece que esta vez no lo he logrado). Pienso en un ensayo de Max Beerbohm titulado A Pathetic Imposture, que acabo de leer en unos Selected Essays editados por N.L. Clay, en una edición berreta de Heinemann Educational Books (Londres, 1958), en el que vuelve sobre el asunto de la crítica en los periódicos, y por supuesto, en Enoch Soames, incluido en Seven Men, seguramente su obra maestra, en el que no es asunto del crítico medroso ni del que pone cara de malo, sino de un escritor mediocre que pretende ser recordado por la posteridad, y que para eso recurre a la larga tradición del que vende su alma al diablo (mientras le comento esto a L.T., me dice que tengo que ver el capítulo en el que Bart Simpson le vende su alma a Milhouse por cinco dólares. Querida L.T.: termino rápido esta columna y ya me pongo a buscarlo en YouTube). Como sea, volviéndome cada vez más veterano, sigo esperando –casi siempre en vano– que, más allá de medrosos, caras de malos, y no reconocidos, escribir –incluso en un diario– sea una forma subrepticia de la inteligencia.