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Esteros

Una casa precaria abajo de una gran arboleda. Allí viven algunos niños de los esteros durante la semana para recibir clases del maestro que viene todos los días.

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Una casa precaria abajo de una gran arboleda. Allí viven algunos niños de los esteros durante la semana para recibir clases del maestro que viene todos los días. | toledo

Corrientes está encendida de calor, ibirá pitá y chivatos. Amarillos y naranjas contra el cielo despejado. Cada vez me gusta más Corrientes. Cada vez vuelvo a Buenos Aires con la fantasía de ir seguido, de quedarme, de conocer pueblitos, de vivir cerca del Paraná.

Esta vez íbamos al corazón de la provincia. El corazón, el centro, es un sistema de esteros: arterias de agua playa viboreando entre verdes, pajonales y camalotes florecidos. Entramos por Concepción, a dos horas de la capital. Es un portal nuevo, nos dicen, y ya la palabra portal suena extraña, a película de ciencia ficción, a ciencias ocultas. Hay varios kilómetros por tierra. Parece raro tanto campo sin agua, nos inquieta un poco: ¿dónde están los esteros, falta mucho? Nos preguntamos sin decir nada para no parecer tan porteños, tan caídos del catre, tan ansiosos. Ver algunas familias de carpinchos a la vera del camino, pastoreando en las cunetas o en los campos, atrás de los alambrados, nos calma un poco. Si hay carpinchos, el agua debe estar cerca. Veo también por la ventanilla de la camioneta dos pajarracos soberbios, medio blanco azulado los veo, los dos juntos parados en el campo. Pregunto qué son y me dicen que chajá. Creo que nunca los había visto tan cerca. Tal vez volando. Recuerdo sí su grito que, como el del tero, repite su nombre. Me acuerdo del postre preferido de mi infancia que se llama chajá: discos finitos de bizcochuelo rellenos con duraznos al natural, merengues, dulce de leche y crema. Todo cubierto de más merengue. Es que dicen que es así, que el chajá, el pájaro, es pura espuma, que cuando la carne se hierve queda casi nada.

Sobre los campos, sobre los postes, hay mucha variedad de pájaros. Ezequiel, el guía de manual, repite que hay más de trescientas especies, va mirando con sus binoculares y de a ratos nos señala alguno y nos explica hábitos y características. Tiene un libro que se llama Guía de pájaros de los esteros o algo así, donde busca lo que no sabe.

Finalmente llegamos al Paraje Carambola. Una casa precaria abajo de una gran arboleda. Allí viven algunos niños de los esteros durante la semana para recibir clases del maestro que viene todos los días. Varios son hermanos, chicos de la misma familia. Una de las chicas, de 13 o 14, tiene un bebé. Además de los chicos en la casa viven dos hombres: un viejo que solamente habla guaraní y un hombre más joven, padre de algunos de los niños.

Después de saludar y cruzar unas pocas palabras, vamos a las canoas. Una la conduce Diana, una muchacha de 18 años, brazos y piernas fuertes, pelo lacio hasta la cintura y ojos claros, dos rendijas en la piel curtida por el sol. Diana usa bombachas de campo y va descalza. Igual que su novio, Diego, que la dobla en edad, la iguala en fuerza y también tiene ojos descoloridos, como piedras de arroyo perdidas en el cutis marrón. Diana está con Diego desde los 14: él la llevó de guainita, nos dirán después, y yo prefiero no sacar cuentas.

Entramos en los canales como se entra al sueño esos días de mucho cansancio: con alivio y agradecimiento. La canoa avanza entre la flora acuática: nunca vi tanta variedad, tantas flores sobre el agua como ofrendadas a Iemanjá o Stella Maris. Pájaros, aguaciles. El agua que de tanto verde parece pasto que se mueve. La proa de la canoa separando esa capa vegetal sin romperla: apartándola apenas para que vuelva a cerrarse tras nuestro paso. El ruido de la caña tacuara enterrándose en el suelo arenoso para darse impulso. Vamos en silencio. Conteniendo la respiración vamos, como entrando a suelo sagrado.