El tiempo pasa y ya no me acuerdo de nada o de poco. Esto fue hace muchos años, en mi primer viaje a Santiago de Chile. En esa época leía bastante a Alone y en una conversación –de la que precisamente no recuerdo con quién, ni dónde– me enteré de que a Alone le interesaba Violeta Quevedo, de quien nunca había oído hablar. Ocurrió pues que, en una librería de viejos de un barrio céntrico, que en ese entonces estaba lleno de librerías de viejos y hoy está repleto de negocios chinos, encontré raramente un libro de Quevedo. Digo “raramente” porque en ese momento no sabía que era muy difícil encontrar una primera edición de Quevedo (obviamente, nunca más me ocurrió) en este caso de El vergel encantado, de 1936, volumen de apenas más de 30 páginas. Libro que me fascinó y me desconcertó a la vez. Situación doble –que perdura hasta el día de hoy– y que se acrecentó cuando leí Cuál no sería mi sorpresa, de 2007, una buena compilación que me permitió leer mucho del resto de su obra. Y ahora, ocurrió lo que hace mucho deseaba: se publicó una biografía de ella: ¡Milagro! Un retrato de Violeta Quevedo, de Gonzalo Maier (Ediciones Diego Portales, Santiago de Chile, julio de 2025). Texto sumamente interesante, que parte de esa misma impresión: “Los libros de Violeta Quevedo (…) por un lado, hacían reír y, por otro, nadie sabía muy bien si se reían de ella o con ella o través de ella, o vaya a saber uno cómo”. Escritora de una ingenuidad encantadora y patética a la vez, paupérrima narradora y cronista, pero al mismo tiempo genial, mística católica de una aristocracia chilena totalmente venida a menos, sumergida casi en la pobreza, amante de los peregrinajes y los viajes turísticos por medio mundo (o ambos a la vez, como cuando se maravilla al visitar la Basílica de Luján), fuente de todo un caudal de anécdotas extrañas, solterona empedernida siempre de la mano de su hermana (especie de doppelganger), Quevedo encarna, tal vez como nadie, una cierta tradición que vale la pena poner de relieve, y que bien se podría llamar “excentricidad chilena”. De hecho, no es casual que Maier mencione una serie de autores que elogian a Quevedo y que perfectamente integran esa tradición, como Joaquín Edwards Bello, Braulio Arenas o Juan Emar (que junto con Alone, define también la elección de un seudónimo como un programa estético en sí mismo). Alone retoma el viejo tópico vanguardista de que no importa que el arte sea bueno o malo, sino que sea único: “Violeta Quevedo es la única escritora en Chile, acaso en el mundo, a quien nadie discute el calificativo inapreciable de ‘original’. Sería trabajo totalmente perdido buscarle influencias literarias, antecedentes históricos. Violeta es ella, nacida de ella misma, y no le debe nada a nadie”. Es cierto que es difícil encontrarle filiación o herencia a Quevedo, aunque en un pasaje Maier arriesga una hipótesis sugerente (que hubiera querido que desarrollara más): “Entre la literatura de cordel como la ‘Lira popular’ y los libros de Quevedo hay una red invisible y paradójicamente nítida. Ambos se dedican a lo cotidiano, transitan por fuera del canon y del mercado, están marcado por la oralidad y la falta de pretensión estética. Los separa la clase, por supuesto”.
Entonces Quevedo, la mística e ingenua, ¿maravillosa o un desastre? Coincido con Maier: “Las dos razones al mismo tiempo”.