El tiempo del encierro nos depara categorías afectivas singulares. Es un tiempo circular, donde las horas de la mañana, la tarde y la noche se intercambian. Al no depender de escuelas, trabajos y sociales, cualquier momento es bueno para cualquier cosa. Los niños desordenan todo a su manera: no hay rutina que se les pueda imponer. Pero también se descuadernan otras cosas. Por las noches, leo a mi hijo El faro del fin del mundo y recuerdo (una parte de mí recuerda) que es el primer libro que leí de chico. Todo se me presenta sobredimensionado. Una parte de mí me dice que el libro no es muy bueno. Las descripciones son detalladas e ilegibles, sobre todo si uno no es un marino del siglo XIX: avisos, cuadernas, arboladuras, rodas, entables, calafateos, escobenes, serviolas. Cada dos palabras tengo que detenerme a explicarle a mi hijo qué son. Qué creo que son. Hasta que me canso y le digo que es ciencia ficción, que Verne se adelantó a su tiempo y que son cosas que quizás no hayan existido nunca. Lo entiende.
La cobarde explicación me inquieta, luego, a medianoche, porque es una mentira sólo a medias. Verne era un observador de la ciencia de su época. Así que sus libros se arman sobre una verosimilitud encadenada a un error, a un pasado lento y moroso. En esas mismas décadas, H.G. Wells también ejercitaba la ciencia ficción, pero en vez de pagar tributo a la ciencia de su tiempo, se inventó todo como un drogón. Verne escribe De la Tierra a la Luna y el cohete en el que se lanzan es una suerte de bala de cañón gigante: es lo que la ciencia newtoniana podía imaginar para el lustro siguiente. Wells en cambio habla de antimateria, viajes en el tiempo u hombres invisibles. ¿Cuál de los dos modelos tiene en realidad hoy más asidero? ¿Aprende la ciencia verdadera de la imaginación o de los cortos datos duros rejuntados con esfuerzo?
La pregunta me desvela por completo. Será porque en este momento vivimos una ciencia ficción generalizada y obligatoria sin que sepamos a qué modelo de relato pertenece. Black Mirror avisó que no habrá nueva temporada: no puede competir en desmesura ficcional con los eventos reales y su fuego acaba donde arde Wuhan.
Pero El faro... es inquietante porque además de ser uno de los últimos libros de un autor desencantado (su vida era un caos) aparecen en él asesinos, Malvinas, porteños, síntomas de extraña cercanía. Es ciencia ficción porque somos sus lectores presentes los que estamos a caballo entre ambas partes de este oxímoron.