El préstamo del FMI al gobierno de Macri fue inédito. No solo por los US$ 55 mil millones sino porque la mayor parte fue aportada sin la obligación real de un cumplimiento de metas. Hubo un motivo económico para que eso sucediera (la necesidad de los bancos internacionales de recuperar sus inversiones, lo que lograron con el dinero del Fondo) y otro político (la relación Trump-Macri y el posicionamiento del macrismo ante un mundo que venía escaldado de kirchnerismo).
Amenaza de default. Desde el principio se trató de un préstamo de cumplimiento imposible, teniendo en cuenta los breves plazos que preveía para la devolución de tal monto. Pero tanto el prestamista de última instancia como la administración macrista asumieron que la prioridad era que la economía argentina no desbarrancara antes de las elecciones de 2019 y que, una vez derrotado el peronismo, se retomarían negociaciones para recomponer los plazos de pago.
Pero después de la derrota electoral, supieron que estaban ante un problema de compleja solución. Lo mismo pensó quien sería el nuevo Presidente, por eso frenó en US$ 44 mil millones el préstamo del Fondo y desde entonces comenzó a renegociar la deuda externa. Primero fue el acuerdo con los bonistas y en septiembre de 2020 arrancó la pulseada con el organismo internacional.
El tramo económico de la negociación lo encabezó Martín Guzmán y llegó hasta los primeros días de este año, cuando las conversaciones parecieron estancarse: el FMI se empezó a mostrar menos flexible, en especial en cuanto a los plazos para ir reduciendo el déficit fiscal y el ritmo de emisión monetaria.
El riesgo de default fue un factor ordenador. Ese peligro se transmitió esta semana a Washington
Tras el pago de US$ 1.900 millones en diciembre, el Gobierno tenía como día límite este 28 de enero, cuando vencía una nueva cuota de US$ 700 millones.
El riesgo de default fue un factor ordenador, tanto para el deudor como para los acreedores. Y fue una posibilidad que esta semana se transmitió extraoficialmente a las autoridades del Fondo y a la Casa Blanca: no había más margen para seguir pagando sin un preacuerdo.
Señales a Washington. Así como hubo un componente político para decidir el préstamo original del Fondo, el gobierno argentino entendió que había que destrabar el acuerdo también desde la política.
En los últimos meses ese componente se intensificó. A fines de octubre, el secretario de Asuntos Estratégicos, Gustavo Beliz, llevó el tema al consejero de Seguridad de Biden, Jake Sullivan. El 7 de enero, el mismo día en que Alberto Fernández fue electo presidente de la Celac, se le pidió al embajador en Washington, Jorge Argüello, que preparara el encuentro de Santiago Cafiero con un hombre clave de la administración Biden, como el secretario de Estado Anthony Blinken.
La cita con Blinken fue el 19 de enero. Cafiero pidió explícitamente un apoyo político para las negociaciones con el Fondo Monetario. Recibió palabras de cortesía, pero no una respuesta concreta.
La sensación en la delegación fue que para avanzar al siguiente nivel, el país debía hacer algunos gestos más ostensibles.
Horas después, el Gobierno impulsaría en la OEA una declaración conjunta con los Estados Unidos repudiando la presencia de Mohsen Rezai en Nicaragua y pidiendo reactivar las alertas rojas contra los iraníes acusados del atentado a la AMIA. En una misma declaración, la Argentina se colocaba junto a Biden en el ataque a dos enemigos históricos de Washington, Irán y Daniel Ortega.
El 24 de enero, el Presidente se fotografió con el nuevo embajador estadounidense, Marc Stanley. También lo hicieron Cafiero y Manzur y, horas después, hubo un encuentro con Beliz. El nuevo embajador tomó nota y comunicó la cordial escenificación con que fue recibido.
El 25 de enero (cinco días después de aquella declaración conjunta y tres días antes de que se conociera el acuerdo con el Fondo), el Gobierno dio una muestra más de ese giro. Condenó en la ONU las violaciones a los derechos humanos en Venezuela.
Quienes estuvieron cerca de los relacionamientos políticos que rodearon a este preacuerdo, reconocen la importancia de las señales hacia el principal accionista del Fondo, pero agregan la intensidad de otros contactos con líderes que también representan votos dentro del organismo. Dicen que se trató de “una resolución multilateral” y que el propio Presidente llamó en los últimos días a jefes europeos: “El pensamiento geopolítico completo de Alberto se va a terminar de ver en los próximos diez días, tras su gira por Rusia y China. El mundo es complejo y multilateral y este acuerdo es una síntesis de un largo trabajo.”
Los Ángeles. La diplomacia argentina quiere ver otro hecho que habría servido al entendimiento con la administración demócrata: la designación de Fernández como titular de la Celac. Según esta interpretación, los Estados Unidos encontrarían en la Argentina un nuevo interlocutor para América Latina y el Caribe, entendiendo la desconfianza que genera Bolsonaro.
Esperan que el nuevo rol que Biden le asignaría a Fernández quede de manifiesto en junio durante la Cumbre de las Américas, en Los Ángeles. Será una prueba: allí se denunciará el eje del Mal que encarnan Nicaragua, Cuba y Venezuela.
Antes de esa cumbre, y a partir de esta semana, ambas diplomacias trabajarán para lograr una cita entre los dos mandatarios que hasta ahora nunca se consiguió.
La pregunta es si el viaje de Alberto F a Rusia y China choca con este realineamiento con Washington. La respuesta oficial es que no, que la diplomacia estadounidense y Blinken fueron informados de los motivos de la gira y que “nadie puede sospechar que el país se alineará con Moscú o Beijing”. Tampoco nadie puede sospechar que Blinken vea con simpatía el acercamiento con dos grandes competidores geopolíticos.
El Presidente intenta reconstruir el histórico relato de la multilateralidad peronista. Cuando Néstor Kirchner se reunió por primera vez con George Bush, éste le dijo que Lula le caía simpático “pese a que él es de izquierda y yo soy de derecha”. A lo que Kirchner respondió: “No se preocupe, yo soy peronista y me puedo entender bien con los dos.”
La realidad después demostró que ese entendimiento fue tortuoso: en las relaciones internacionales, como en la vida, siempre hay una parte que pide más de lo que la otra está dispuesta a dar.
¿Qué puede pretender del gobierno argentino la mayor potencia de Occidente? ¿Y qué puede garantizarle un jefe de Estado que encabeza una coalición en la que, quien lo designó para ese cargo, repite la épica discursiva del antiimperialismo?
Tras el encuentro Cafiero-Blinken, el Gobierno quiso mostrar un giro en su política internacional
Ella. En la Casa Blanca parecen entender que el de Cristina es un relato pour la galerie, propio de la liviandad de época, pero los halcones demócratas y republicanos siguen reaccionando ante ella como si de verdad estuvieran frente a una comandante revolucionaria de la modernidad.
Puertas adentro, el Presidente lidia con esa misma interna. El cristinismo no comparte el acuerdo en ciernes. No solo porque desperfila su discurso combativo, sino porque cree que implicará un ajuste que ralentizará la recuperación económica.
El ministro Guzmán, como trabajo adicional, tiene que contener a la vicepresidenta. En ese sentido, resulta conmovedor el cuidado con que debe elegir cada palabra de agradecimiento cuando se refiere a ella. Lo mismo que su obligación para recordar, cada vez que habla de la deuda, la maldita herencia macrista.
Es la peligrosa lógica de la polarización permanente que lleva a que siempre parezca necesaria la confrontación.
Incluso cuando se anuncia el acuerdo con el Fondo, que la mayoría opositora ya anticipó que apoyaría.