El mundo se está dividiendo en extremos. De distintas calañas y tiranteces. En estos tiempos, fríos y sofocados. De un lado del hemisferio los chuchos, del otro, los calores. No alcanzan los gorros, las frazadas, el gas, los hogares. El frío cala hondo, como si atacara. Y en el norte, falta el fresco, las nubes se disipan, y las sombras parece que escasearan. (Se me inmiscuye una bella metáfora: leyendo la última novela de Martín Sancia Kawamichi, Kurepa, encuentro en la página 213 un personaje que camina con pasos rápidos, “esquivando las sombras como si fueran charcos”).
La helada es enemiga digna, siempre existió, así como la potencia del sol. Pero la inequidad y el descuido están alterando estos opuestos. El riesgo se agudiza, la fatalidad se vuelve familiar; las estaciones pierden su musicalidad. Los intermedios son cada vez más estrechos, pasajeros.
Además, en el redondo hogar donde vivimos todos –a pesar de quienes lo achatan como si no quisieran que continúe girando–, los poderosos juegan con fuego y pretenden quedarse con el agua.
Pero lidiar con lo catastrófico a veces paraliza el cambio. Más vale lo pequeño, lo alcanzable. Todos los días, un gesto. Dar una mano, una manta. Durante el verano, exiliadas en bolsas con hediondas naftalinas, ahora tendidas, como si recobráramos un cariño olvidado en el placard. No es habitual que se compren nuevas, tampoco son fáciles de soltar. Las más antiguas conservan apretones infantiles, calorcitos muy codiciados. De lana o crochet, las mejores: patchwork de noches y antepasados incontables. Por otra parte, unas cuantas frazadas arriba de la cama pueden lidiar con la suba del gas y de la electricidad. El peso justo del aislamiento. Autosubsidio casero.
Conozco a una persona que las junta en el baúl del auto y reparte entre la gente que duerme en las veredas. El triste tiritar lo desvela. Me contó que haciendo una colecta en el barrio, tuvo que combatir los apegos –incluso en pisos de losa radiante– para llevárselas a quienes más tiemblan.
Calurosos y nostálgicos, suelten mantas de otras épocas. ¿Qué sentido tiene conservar recuerdos cuando otros ni siquiera llegan al presente?