Los que sí prestamos atención en la calle sabemos perfectamente bien que los agentes policiales, mientras ocupan sus puestos de vigilancia, no prestan en cambio atención alguna. Se los sigue llamando vigilantes acaso por pura costumbre, y las facturas que con tal denominación los burlan conservan ese nombre también. No obstante, y es fácil verificarlo, son los distraídos por antonomasia. Nunca miran y nunca ven; están por completo absorbidos, en niveles sólo comparables con los hábitos de la renuencia tan propios de los adolescentes, al envío y recepción de mensajitos en el celular. No es afición: es manía, y la prueba es que no pueden parar. Ajenos a lo que sucede en el entorno, se emboban en el tecladito como queriendo ensayar un autismo.
Hubo dos que, en la ciudad de San Luis, se distrajeron pero más escandalosamente. Estaban de custodia en la garita de seguridad del Palacio Legislativo puntano, justo frente a la puerta por la que acceden los diputados y sus asistentes. No fue con el telefonito que estos guardias se distrajeron, sino uno con el otro, y de ahí el escándalo en cuestión. La inspectora Lorena Romero y el oficial Jorge Moreno, anagramáticos casi a la perfección en sus apellidos, se dieron al regocijo sexual allí mismo: en la garita. ¿Tenemos que sorprendernos del hecho de que dos integrantes de la fuerza pública se aparten, en lo público, del sentido de la privacidad?
Lo cierto es que los grabaron y que esa grabación trascendió. En ella se oyen las voces, nada se ve; los hechos quedan así, a un mismo tiempo, expuestos y reservados, no menos que la propia garita, que es un sitio reservado y a la vez un sitio expuesto. Este hecho y un autoestéreo obtenido por medios dudosos motivaron la inmediata intervención del jefe de policía provincial, que pasó a disponibilidad tanto a Jorge como a Lorena.
Siempre hay lío cuando lo sexual, asignado por convención a la esfera de lo privado, traspasa al espacio público. Es distinto, sin embargo, al tratarse de las fuerzas del orden, porque entonces lo que se plantea es la relación entre sexo y Estado. Y con eso la posibilidad, no ya de la transgresión de la ley, sino de la transgresión en la ley. Es lo que acaba de suceder, en plena realidad. Aunque es en la literatura, según creo, donde el asunto se torna verdaderamente corrosivo. Lo prueba, por caso, una novela como Los marianitos, escrita por José María Gómez y recientemente reeditada por El Cuenco de Plata. Quien quiera saber de corrosión debería leer ese libro.