Este invierno, que empezó más temprano y más frío que otros años, me hace acordar a los de mi infancia. Ir a la escuela a la mañana temprano sintiendo romperse la escarcha bajo las suelas de los zapatos, tan llenos de abrigos que parecíamos el muñeco de Michelín, ese que los camioneros brasileros que asomaban en el pueblo, enormes mastodontes, para agarrar de nuevo la ruta, llevaban siempre haciendo equilibrio sobre el espejo. La boca echando humo, pequeñas máquinas a vapor, los cachetes paspados, la nariz goteando. Las mandarinas al sol en los recreos. Los dedos de las manos y de los pies agrandados por los sabañones. Ese dicho de la abuela que nunca terminábamos de entender: julio te prepara y agosto te lleva… sin embargo, entonces, faltaban como treinta agostos para que uno se la llevara a ella, justo unos días antes de su cumpleaños número ochenta y cinco.
A los niños no nos espantaba el frío ni el calor. Cualquiera era buena época para saltar a la cuerda, al elástico, para correr desaforados. Era tan buena la cascarilla con leche hirviendo como la granadina helada. Los pulóveres de lana de oveja, los gorros, los guantes. Toda nuestra armadura para salir a la batalla contra el viento. Las aulas de la escuela sin calefacción. La esposa del director y maestra luciendo sus tapados de piel en la pasarela del patio, distinguiéndose de las otras abrigadas con sus saquitos de lana gorda. Una marca de clase: compartían el mismo sueldo miserable, pero ella era la mujer del mandamás. Algún año la abuela heredó un tapado de chinchilla (nos daba gracia la palabra) de una patrona finada. Le daba vergüenza usarlo. ¿Adónde iba a ir una mujer pobre como ella, una sirvienta, con un tapado de rica? Así que con mi hermana lo usábamos para jugar cuando ella no nos veía. Lo arrastrábamos por el piso de cemento de la casa y nos armábamos cigarrillos con hojas de cuaderno, éramos Moria Casán y Susana Giménez, espléndidas estrellas, cargando en brazos a los gatos que ronroneaban contra esos pelos del tapado creyendo estar otra vez recostados en la panza de su madre.
La cocina a leña siempre estaba encendida en la casa, antes de ir a dormir mi mamá metía una leña gruesa de ñandubay que se iba haciendo brasa despacito y seguía prendida a la mañana siguiente. El ladrillo caliente en los pies que a veces quemaba el papel de diario en que lo envolvíamos y de paso un poquito las sábanas. Siempre teníamos olor a humo en el pelo y en la ropa, a nadie le importaba: en la escuela, en el barrio, todos los niños olíamos igual en el invierno.
Las sopas de gallina de la abuela, los estofados, la buseca de mi padre los días patrios. La banda militar, los bollos y el chocolate, el diecisiete de agosto, con el frío cortándonos el aliento, en el patio de eucaliptos pelados.
También el invierno era bueno para hacer lo que más me gustaba: leer. Al lado del fuego o en la cama tapada hasta la nariz. Era cuando podía estar más cerca que nunca de las chicas de Alcott, lo más cerca posible de sus paisajes helados donde patinaban y comían castañas calientes. O de las novelas de London. En cambio, Tom Sawyer era puro verano y los cuentos de Quiroga y la misteriosa Ayesha semidesnuda eran puro calor. Leía unos u otros según la estación. Ahora que pienso, las dos últimas novelas que leí en mi cuarto de la casa materna también fueron en el invierno: Juntacadáveres y El astillero, de Onetti. Destemplados ellos también como esos días grises de mediados de los noventa.